Mil palabras por una imagen
El arte de dar limosna
Para luchar contra la pandemia, el papa Francisco le acaba de donar a Colombia tres respiradores (3) y dos sistemas infusionales de jeringa (2) a través de la Limosnería Apostólica de la Santa Sede. Los aparatos los entregó en una más bien modesta ceremonia, que aquí vemos en la fotografía, el nuncio apostólico. O el arzobispo primado de Bogotá. No se sabe bien, pues los distintos periódicos dan distintas informaciones.
Y tampoco sé yo cuál de los dos prelados es cuál en esta foto que ilustra la información de El Tiempo (pág. 1.3, 11 de julio). No sé si el nuncio es el que se ve de frente, con la barriga cruzada por su ancha faja roja archiepiscopal, su enjoyada cruz pectoral de plata y la larga hilera roja vertical de la abotonadura, o si es el otro que también lleva birrete o solideo rojo, medio oculto por la máquina blanca con pantalla de televisor y tentáculos de pulpo y ocultando a su vez a medias el cuadro de la Virgen con dorado marco del barroco colonial indiano que adorna una de las paredes de la Nunciatura. A la izquierda, en primer plano, con tapabocas azul (los otros cuatro de la foto lo llevan blanco o negro), una epidemióloga no identificada en el pie de foto recibe el regalo pontificio.
Se le ha reprochado al millonario local Luis Carlos Sarmiento que para combatir la pandemia del coronavirus no haya donado sino ochenta mil millones de pesos, cuando su fortuna es quinientas o mil veces mayor. Y, a escala mundial, al empresario Jeff Bezos, fundador de Amazon, le critican que donara solo cien millones de dólares —y después otros quinientos— cuando tiene ciento setenta y un mil millones y los ha aumentado en casi un tercio durante la pandemia. Tal vez parezcan tacaños, como suelen ser los ricos. Pero es que el papa no es rico por sus negocios personales, sino porque administra la fortuna del Vaticano, acumulada en dos milenios de recibir limosnas de los fieles de su Iglesia, y no de darlas, a pesar de que uno de los pilares centrales de su doctrina es la caridad. Esa fortuna se calcula hoy (sin contar las invaluables pero invendibles obras de arte) en 3.500.000.000 millones de dólares: la segunda del mundo, solo después de la que posee el Gobierno de los Estados Unidos.
Me perdonarán los lectores que no trate de traducir esta cifra a pesos colombianos.
Se dirá en su defensa que es que el papa no puede despilfarrar su dinero a troche y moche porque tiene que ocuparse de los más de mil trescientos millones de católicos que hay en todos los países del mundo. Y, en efecto, los periódicos colombianos informan que los tres respiradores de Colombia (a ver si ahora resulta que no funcionan, como no sé cuáles otros que aquí compraron) forman parte de un lote de treinta y cinco en total, repartidos entre varios países pobres: cuatro para Haití, tres para Honduras, dos para Camerún, etc. Pero la verdad es que no parece una excesiva generosidad de parte de una institución que, como la Iglesia católica, lleva milenios, repito, exigiendo de sus fieles la entrega anual de los llamados diezmos y primicias: el diez por ciento de lo ganado y el primer cordero nacido, o el primer rábano crecido, y no sé si también el primer salario mínimo recibido cada año. Más esa especie de propina añadida que se llama el Óbolo de San Pedro. Los fieles no viven de la Iglesia. Es ella la que, como vive un banco de sus “bancarizados”, vive de sus fieles.
Como los lectores sabrán sin duda, en la mayoría de los países católicos —esos de los cuales se ocupa el papa— la Iglesia católica no paga impuestos.
Y además recibe subvenciones del Estado en casi todos ellos. Para cuidar y conservar el ya mencionado tesoro artístico acumulado a lo largo de los siglos, que incluye —me imagino— tanto las cruces pectorales de los arzobispos como los cuadros barrocos de las Nunciaturas.
Tampoco los pagan otras iglesias. ¿Cuántos respiradores han donado las iglesias de garaje, que en Colombia son más de tres mil?