Uno de los objetivos de la política exterior colombiana contemporánea ha sido la de tener relaciones con todos los estados, sin tener en cuenta su sistema político ni la ideología de sus mandatarios.
Para Colombia, que requiere asegurar mercados para la exportación, de petróleo y carbón, de sus productos agrícolas, ganaderos y manufacturados, de sus flores y de sus frutas y del café, una política internacional de apertura es fundamental. Como lo es para promover el turismo y la inversión extranjera, así como para atender a los millones de sus nacionales que viven fuera del país.
Pero, además, la relación cordial con todos los estados es indispensable, cuando afrontamos el sangriento conflicto interno en el que la ONU y la OEA están presentes; cuando seguimos con el azote del narcotráfico que se irradia a los cinco continentes; cuando tenemos la presencia de carteles trasnacionales y de sicarios que se extienden como mancha de aceite en el continente, y cuando ahora somos los campeones de la exportación de mercenarios, con todos los problemas que eso acarrea.
La apertura de nuestro país no fue fácil, ya que —durante muchos años— solo atendíamos sugerencias de Washington como la de enviar un batallón a la guerra de Corea y liderar la expulsión de Cuba de la OEA. Éramos, además, de “mejor familia”, pues la mayor parte de los países latinoamericanos tenían gobiernos militares.
La única relación que teníamos con África era con Costa de Marfil, porque así lo disponía la Federación de Cafeteros. Los demás no merecían nuestra atención.
Finalmente, en medio de rechazos domésticos y del desagrado de Washington, se establecieron relaciones con los países socialistas y con China. Lo hicimos también con todos los países africanos, gobernados en su mayoría por dictadores, algunos de ellos héroes en las luchas contra la dominación de las potencias coloniales.
Con gobiernos militares en Panamá, Honduras, Ecuador; con dictaduras como la de Haití; con gobiernos bajo la hegemonía de un mandatario como el de Republica Dominicana, y con países angloparlantes como Jamaica, concertamos tratados que nos garantizaron nuestra presencia en todo el Caribe y en el Pacífico Sur.
Con países gobernados por generales, como Brasil, Bolivia, Ecuador y Perú, concertamos en 1978 el Pacto Amazónico. Estando Pinochet en Chile, llegamos a la Antártida. Fuimos presidentes del Movimiento de los Países No Alineados, del que hacían parte 116 estados: socialistas, dictadores, monarquías y democracias representativas. El resultado de esa política de apertura fue el liderazgo de Colombia en Naciones Unidas y en América Latina.
Ahora, a base de mensajes en X y de declaraciones altisonantes se ofende gratuitamente a países y a mandatarios del continente, por el hecho que no coinciden con la posición ideológica del jefe del Estado.
Así, poco a poco, estamos generado en países limítrofes como Perú y Ecuador, y en vecinos como Chile, Argentina y Bolivia, inútiles antipatías, mientras que nuestro amigo Maduro, en su crisis con Trump, no duda en acusarnos de enviar bandidos a Venezuela, de ser un narcoestado y en afirmar que los verdaderos responsables del ingreso de cocaína a Estados Unidos somos nosotros.
Dice también el dictador que tiene contactos con militares colombianos y que están de acuerdo con que los dos ejércitos se deben unir para hacer frente a una eventual acción norteamericana.
Con esos amigos, ¿para que enemigos?






