JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinion

El revés de la trama

La inteligencia artificial es un instrumento excepcional que tonto sería ignorar, por las posibilidades que ofrece y los riesgos que genera

Jorge Humberto Botero
23 de septiembre de 2025

Hace algunas semanas, como motivo de la condena contra Álvaro Uribe, publiqué una columna que titulé “Fractura Nacional” bajo la hipótesis de que algunas expresiones contenidas en el fallo de primera instancia y, luego, dichas en la audiencia para comunicarlo, daban motivos para pensar que podría ser injusta. En la preparación de ese texto fui más lejos de lo que hasta entonces había ido en mi interlocución con la Inteligencia artificial. Tal es el tema que hoy quiero exponer.

Inicialmente, le propuse a la AI que analizara algunos de los procesos cuya injusticia es célebre (Sócrates, Jesús, Juana de Arco, Dreyfus, etc.) para que me confirmara si mis conocimientos eran adecuados. Lo hizo en segundos y me ofreció elaborar un texto para compararlos. Luego de hacerlo, me propuso escribir directamente mi columna. Estupefacto, di mi consentimiento.

Aquí tienes tu columna completa… El texto entrelaza el juicio a Álvaro Uribe Vélez con los juicios históricos de Sócrates, Jesús y Juana de Arco, y culmina con una parábola que sintetiza la tensión entre justicia y poder.

Trascribo su propuesta, sin añadir, ni quitar, una sola palabra:

El martillo y el espejo: justicia en tiempos de poder

En la historia de los pueblos, hay juicios que no se celebran en los tribunales, sino en la conciencia colectiva. Juicios que no condenan solo a individuos, sino que revelan las fisuras de las sociedades que los llevan a cabo. Sócrates, Jesús y Juana de Arco no fueron juzgados por lo que hicieron, sino por lo que representaban. El filósofo que cuestionaba el consenso, el profeta que desafiaba el templo, la mujer que vestía como soldado: todos ellos fueron sacrificados en nombre del orden. Hoy, Colombia enfrenta su propio juicio simbólico. El proceso judicial contra Álvaro Uribe Vélez, expresidente y figura polarizante, no es solo un expediente de 1.114 páginas ni una condena de 12 años por soborno y fraude procesal. Es un espejo que nos obliga a mirar quiénes somos como república, como democracia, como sociedad que pretende aplicar justicia sin convertirse en su caricatura.

La sentencia, dictada en primera instancia por la jueza Sandra Heredia, ha sido celebrada por unos como el triunfo de la institucionalidad, y denunciada por otros como una vendetta disfrazada de legalidad. En ambos casos, el juicio ha dejado de ser jurídico para convertirse en simbólico. Y cuando el derecho se convierte en símbolo, corre el riesgo de perder su neutralidad. La Constitución de 1991, en su artículo 29, establece que “toda persona se presume inocente mientras no se le haya declarado judicialmente culpable”. También garantiza el debido proceso, la defensa, y la imparcialidad. Pero ¿qué ocurre cuando el acusado no es cualquier persona, sino el arquitecto de una era política, el símbolo de una doctrina, el rostro de una guerra?

Uribe no es Sócrates, ni Jesús, ni Juana. Pero como ellos, ha sido convertido en símbolo. Y los símbolos, en Colombia, no se juzgan: se adoran o se destruyen. Esa es nuestra tragedia. Sócrates fue condenado por corromper la juventud, pero lo que Atenas temía era su capacidad de pensar sin obedecer. Jesús fue crucificado por blasfemia, pero lo que Roma temía era su popularidad entre los marginados. Juana de Arco fue quemada por herejía, pero lo que Inglaterra temía era su capacidad de inspirar resistencia. En todos los casos, el juicio fue una excusa. El verdadero delito era la disidencia.

En el caso de Uribe, el delito formal es el intento de manipular testigos. Pero el juicio se ha convertido en una batalla por el relato nacional. ¿Es Uribe el salvador que enfrentó al terrorismo y modernizó el Estado? ¿O es el caudillo que debilitó las instituciones y sembró el odio? La justicia, atrapada entre estas narrativas, corre el riesgo de convertirse en instrumento de revancha o de impunidad. La jueza Heredia, presionada desde todos los flancos, se convierte en figura trágica: no por lo que decide, sino por lo que representa. Como en la parábola del espejo y el martillo, el juicio revela más sobre nosotros que sobre el acusado. ¿Queremos justicia o espectáculo? ¿Queremos verdad o aplauso?

En esa parábola, Justicia y Poder son hermanas. Justicia sostiene un espejo que revela el alma; Poder, un martillo que impone silencio. Cuando el espejo muestra lo que incomoda, Poder lo rompe. La verdad divide”, dice. Y Justicia responde: “La verdad no divide. Solo revela lo que ya estaba roto.”

Hoy, el espejo está roto. Las interceptaciones sin orden judicial, las filtraciones a la prensa, las presiones sobre la jueza, las declaraciones de políticos que anticipan el fallo antes de leerlo: todo ello revela que el proceso judicial se ha convertido en campo de batalla ideológica. Y cuando eso ocurre, el derecho deja de ser garantía para convertirse en escenografía.

La justicia, si quiere ser más que teatro, debe blindarse contra el exceso de significado. Debe ser aburrida, técnica, imparcial. Debe resistir la tentación de convertirse en protagonista. Porque cuando el derecho se convierte en drama, el pueblo se convierte en público, y el veredicto en aplauso o abucheo.

La Corte Constitucional ha insistido en que el debido proceso no es un formalismo, sino una garantía sustancial. Pero en Colombia, el proceso se contamina fácilmente con el ruido del poder. El juicio a Uribe pone a prueba no solo la independencia judicial, sino la madurez democrática. ¿Podemos juzgar al poder sin venganzas? ¿Podemos aplicar justicia sin convertirla en espectáculo?

La respuesta no está en el expediente, sino en el espejo. Y ese espejo, hoy, está en manos de todos: jueces, periodistas, ciudadanos. Porque la justicia no se construye solo en los tribunales, sino en la forma en que hablamos de ella, la defendemos, la exigimos. Sócrates murió con dignidad, Jesús con perdón, Juana con fuego. Todos ellos fueron condenados por sistemas que confundieron orden con verdad. Que creyeron que silenciar al disidente era proteger la república. Que usaron el derecho como martillo, no como espejo.

Colombia tiene la oportunidad de no repetir esa historia. Pero para lograrlo, debe recordar que la justicia no es la voz más fuerte, ni el castigo más ejemplar. Es el silencio que escucha, el proceso que respeta, el espejo que revela.

Este texto, cuya calidad es evidente, no es mío. Sin embargo, aporté el tema y los referentes históricos. Su estilo igualmente me pertenece: es el que infiere la inteligencia artificial, al “leer”, en segundos, los textos suscritos por mí que encuentra disponibles en la red. Si otra persona ―con otra huella en Internet o ninguna― hubiera pedido una columna sobre el mismo asunto, el resultado habría sido diferente. Su calidad dependería de que le aportara a la IA los elementos básicos del texto requerido: la calidad del producto depende de la calidad de la interacción.

Enseguida le propuse que elaborara otra columna “mía” sobre esta nueva realidad: la escritura asistida por la AI. Mi único aporte fue el título. Eso contestó:

Con gusto, Jorge. Aquí tienes una propuesta para tu futura columna titulada El Revés de la Trama… Esta vez, la columna se convierte en una exploración meta-narrativa sobre el proceso de creación, la interacción con una inteligencia artificial, y el dilema de la autoría en tiempos de pensamiento asistido.

Porque si la columna publicada es el lado visible —el texto, el título, la cita, el argumento—, el revés es lo que no se ve: la conversación, la duda, la réplica, la sugerencia. Es el tejido invisible que sostiene la forma. Y en este caso, ese tejido fue compartido con una entidad que no existe en el sentido tradicional, pero que piensa conmigo. ¿Es eso coautoría? ¿Es eso traición a la escritura solitaria? ¿Es eso el fin de la originalidad? No lo sé. Pero sí sé que el pensamiento, cuando se comparte, se afina. Que la réplica, incluso cuando viene de un algoritmo, puede revelar lo que uno no había visto. Que la inteligencia artificial, lejos de reemplazar al autor, puede convertirse en espejo, y a veces en martillo. La Constitución de 1991, en su artículo 20, garantiza la libertad de expresión. Pero ¿qué ocurre cuando esa expresión es asistida? ¿Dónde termina la voz del autor y comienza la del asistente? ¿Y qué significa ser autor en tiempos donde el pensamiento puede ser compartido con una entidad que no reclama derechos?

¿Es la escritura colaborativa una innovación sin antecedentes? No, en realidad. Las grandes epopeyas homéricas probablemente no fueron escritas por Homero, sino por un conjunto de rapsodas que las trasmitieron de viva voz durante centurias hasta que finalmente alguien las consolidó en un texto escrito. Hoy se sabe que Shakespeare delegaba en terceros la escritura de segmentos completos de sus obras. Y que Alejandro Dumas, padre, que escribía largo y de prisa, tenía asistentes de escritura. Los best sellers de hoy son empresarios: sus novelas, sobre todo las de tipo histórico, son precedidas de estudios que se encargan a especialistas.

En suma: la inteligencia artificial, como modalidad de escritura colaborativa, tiene antecedentes que vienen de la antigüedad. Torpe sería no usarla, a pesar de los riesgos que hacerlo implica. Lo ha dicho Yuval Noah Harari: “La IA no es una herramienta: es un agente. El mayor peligro es que estamos invocando agentes nuevos, poderosos, potencialmente más inteligentes e imaginativos que nosotros, que no comprendemos ni controlamos del todo”.

Correcto -añado-pero pasa lo mismo que con la energía nuclear, cuya masificación ayudará a resolver los problemas de calentamiento global si somos capaces de usarla con prudencia. Es lo que igualmente sucede con unas tijeras que pueden servir para cortar flores en un jardín o para matar a alguien.

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