Opinión
Enredado en las espuelas
En su juego frente a Venezuela acabó Petro en una posición indefensible.
Les traigo una pequeña alegoría de nuestras guerras de independencia. Aunque el comandante del escuadrón de caballería ha dado la orden de atacar las tropas del rey, un joven oficial desobedece y se pone a redactar una proclama sobre el triunfo patriota y su heroico papel en la batalla. Cuando finalmente decide actuar, se confunde: no sabe cuáles son los unos y cuáles los otros. Entonces regresa al campamento, cubierto de polvo, que no de gloria. Sabe que allí se encuentra Colombia, la joven a la que pretende. Al desmontar se enreda en las espuelas y cae de bruces a los pies de la damisela. Observando en el Museo Nacional el óleo que recoge este acontecimiento, no es claro si ella sonríe o ríe…
Algo parecido le ha pasado a Petro por no tener en cuenta una regla básica: “Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”. La menciono a propósito de aquella declaración en la que dijo, sin necesidad alguna (pudo callar), que su reconocimiento del resultado de los comicios en Venezuela dependería de que se exhibieran las actas electorales.
A pesar de su estatus de líder mundial, ignoró que, desde el punto de vista del derecho internacional, no se requiere reconocimiento colectivo, y menos de ningún gobierno en particular, para que el dictador Maduro se posesione, no importa que pase por encima de la Constitución de su país. La razón es simple. Venezuela es miembro de Naciones Unidas, condición que no depende de la legitimidad política de quienes la gobiernan. Su cometido primordial es velar por la paz mundial, no por la democracia.
De lo contrario, no podría haber sido creada en 1945 por los países vencedores en la Segunda Guerra Mundial, entre ellos la Unión Soviética, que —sin duda alguna— no era una democracia. Tampoco podría funcionar en la actualidad: una proporción significativa de sus integrantes no son democracias. Piensen en Cuba, Irán, Arabia Saudita, Nicaragua, Líbano, entre otros muchos. Como si esto fuera poco, dos de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad —China y Rusia— son democracias simuladas o, más precisamente, dictaduras.
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Cierto es que, en ocasiones extraordinarias, el Consejo de Seguridad puede ordenar intervenciones militares en territorios en disputa. Si se propusiera para Venezuela, con certeza absoluta, la iniciativa sería bloqueada por los aliados que allí tiene Maduro. La única posibilidad militar sería una escisión de las fuerzas maduristas. El éxodo hacia Colombia que esa guerra civil generaría podría ser, para nosotros, catastrófico.
Aun cuando no hay una regla de derecho internacional positivo que extienda a los países miembros la prohibición que se autoimpuso la comunidad internacional, en general se asume que así es: lo que está vedado al conjunto, lo está también a los Estados singulares. A la misma conclusión se arriba teniendo en cuenta que, como la soberanía es un atributo esencial de los Estados, sus autoridades gozan, en principio, de poderes suficientes para gobernar a quienes habitan en sus territorios.
Esa ausencia de regulación, al menos en nuestro hemisferio, ha sido resuelta por la “doctrina Estrada”, formulada por el ministro de Exteriores de México en 1930. Se enuncia así: “Ningún país debería reconocer o desconocer formalmente a un gobierno de otro país, independientemente de cómo haya llegado al poder”. Como ha recibido aceptación teórica generalizada, cabe asumir que hace parte del derecho internacional vigente.
Llegado a este punto, alguno de mis alumnos imaginarios me dirá: “Profe, la candidez suya es increíble. La oferta de cuantiosas recompensas de Estados Unidos por las cabezas de Maduro y sus secuaces es una clara violación del principio que nos plantea”. A lo que responderé que así es porque la fuerza es más poderosa que el derecho, lo cual es particularmente cierto en el derecho internacional que carece de medios coercitivos propios. Ese país, que antaño fuera una democracia modelo, goza, al igual que otros países, de total impunidad. Cuenta con armas poderosas y el derecho de veto en el Consejo de Seguridad.
Volvamos al hueco en el que se metió Petro. Incumplida la condición que impuso a Maduro para reconocerlo como legítimo, la consecuencia lógica era no asistir a su posesión, ni en su propia persona, ni a través de un embajador que igualmente representa al Estado colombiano. Hicimos el ridículo ante la faz del mundo. O las galaxias, si prefieren.
No fue esta, por cierto, la vez primera que viola el principio de no intervención en el corral ajeno. Lo ha hecho para defender a un golpista en el Perú, insultar al presidente de Argentina, forzar la transición gubernamental en Guatemala y tomar partido en las recientes elecciones en contra de Trump (palabras ociosas que, pronto, nos cobrarán).
Lamento añadir que, en este punto, Petro sigue la ‘doctrina Duque’, que fue promulgada cuando le dio por tumbar a Maduro mediante un concierto en la frontera y la invasión del territorio venezolano con camiones que se suponía cargados de medicinas y alimentos. (Respaldé esa torpeza: mea culpa).
No me sorprende que la oposición le cobre caro a Petro su ligereza y contradicciones, pero considero equivocado el mensaje que académicos y antiguos funcionarios le enviaron pidiéndole no asistir al sainete madurista. Pasaron por alto que Colombia tiene que manejar con pinzas las relaciones con Venezuela.
Un mayor deterioro, o una nueva ruptura de relaciones entre los dos países, sería fatídica por razones de sobra conocidas: millones de personas, a ambos lados de la línea fronteriza, padecerían daños incalculables si eso sucediera. Toca seguir ‘la doctrina Santos’, que el expresidente promulgó al decirnos, en una manifestación de perfecta hipocresía, que “Maduro es mi nuevo mejor amigo”.
Ante esa desoladora conclusión, me pregunta otro discípulo, ¿son tantos?, si cabe invocar la Carta Democrática promulgada por la OEA en 2001. Lamentablemente no. Las acciones remediales que podrían aplicarse dependen de que el país respectivo sea parte de la organización. Venezuela no lo es: Maduro la retiró en 2017. Es hombre previsivo.
Briznas poéticas. Ante el heroísmo de María Corina Machado cabe citar a Churchill. “El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal. Es el coraje para continuar lo que cuenta”.