Opinión
Gatopardismo para que nada cambie
Pero no son solo gatopardianos los patriarcas de la política en su otoño. También los nuevos retoños, que además se presentan como la renovación, se comportan igual.
En una de las memorables frases de la novela del príncipe Giuseppe di Lampedusa, El Gatopardo, inmortalizada por Visconti en su gran película de 1963, el príncipe Fabrizio di Salina le dice a un funcionario llegado del Piamonte: “En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de ‘hacer’” (“In Sicilia non importa far male o bene: il peccato che noi siciliani non perdoniamo mai è semplicemente quello di ‘fare’”).
Esas palabras resumen el sentido del gatopardismo, no alteres nada. Y para mantenerlo todo igual, hay que fingir que se hacen cambios, como le dice su sobrino Tancredi a Don Fabrizio, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie” (Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi). A lo que el príncipe objetará: “Y después será distinto, pero peor”. (“E dopo sarà diverso, ma peggiore”).
No es extraño que en América Latina hiciese carrera la idea del gatopardismo, pues nuestra sociedad tiene muchos de los defectos y vicios de la Sicilia feudal del siglo XIX, en la que unos aristócratas conservan sus privilegios de siglos manteniendo al pueblo sojuzgado, sin alterar nada para preservar su poder.
Y en esas estamos en Colombia. La política se especializó en mantener un orden caduco, en el que las mayorías son sojuzgadas por una casta política, en buena medida hereditaria, que habla de cambios que son mero ruido, alharaca que confunde, pero que al final no responde a las demandas reales de la sociedad. Y una parte de la clase dirigente se siente cómoda con ese orden de cosas. Pero el lío está en que el antiguo régimen colombiano se revienta por todas las costuras, y en buena medida el cambio llega a las malas, de manera atroz.
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No es simple coincidencia que Sicilia y Colombia estén hermanadas en la existencia de poderosas mafias que son, para no pocos, un mecanismo ultrarrápido de ascenso social, el mismo que ha sido negado durante siglos a las mayorías. La violencia mafiosa, la gansterización de la política, la corrupción que gangrena a la sociedad, son fenómenos ampliamente extendidos tanto en la Italia más feudal como en la Colombia contemporánea.
Después de la masiva protesta social de los últimos años, que expresó un acumulado de demandas de la sociedad, ¿qué reacción hemos visto del mundillo político y de buena parte de la clase dirigente? No hacer nada, postergar cualquier reforma de fondo para que quienes reclaman se cansen de protestar, y si no se cansan, pues a amedrentarlos, como ha sido la eterna cantinela criolla desde hace ya dos siglos.
Mientras que la sociedad reclama una salud menos estratificada, una educación que no cierre puertas –la gran paradoja contemporánea–, una manera digna de pensionarse, seguridad en los campos y ciudades, la casta política está dedicada a su inútil feria de las vanidades, a peleas entre megalómanos y viejos sátrapas que se aferran al poder, que es su lámpara de Aladino de la que obtienen todo tipo de riquezas sin sudar ni una gota, en tanto que el resto de los mortales se rompe el espinazo para que ellos vivan como príncipes.
Y ese comunismo criollo para privilegiados es el que explica la actitud gatopardiana. ¿Para qué van a querer cambios si así están divinamente bien? Me recuerdan a un candidato de extrema derecha en Chile, José Antonio Kast, quien el pasado sábado hizo una defensa acérrima de la dictadura de Pinochet. Claro, para qué van a querer cambiar las élites chilenas una coma del modelo pinochetista si con el mismo les ha ido de maravillas.
Pero no son solo gatopardianos los patriarcas de la política en su otoño. También los nuevos retoños, que además se presentan como la renovación, se comportan igual. ¿No hemos visto a la alcaldesa de Bogotá, que como senadora promovió un referendo anticorrupción, hacerse la de la vista gorda con el clientelismo de su secretario de gobierno? Concejales como Martín Rivera del Verde, Carlos Carrillo del Polo o el parlamentario petrista David Racero han denunciado dicho clientelismo. Y no perdamos nunca de vista que el clientelismo es la tronera por la que se mete impunemente la corrupción. La actual administración de Bogotá parece alumna aplicada del aforismo siciliano, que parezca que todo cambia para que nada cambie.
A Colombia le urge una política cuyo objetivo no sea el descarado reparto de la marrana entre los mismos de siempre junto con los camuflados de cambio, que dirán para justificarse, como en El Gatopardo: “Nosotros somos leopardos y leones, quienes tomarán nuestro lugar serán hienas y chacales”. (Noi fummo i Gattopardi, i Leoni; quelli che ci sostituiranno saranno gli sciacalletti, le iene).