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OPINIÓN

Luis Carlos Vélez

Gobierno corrupto

El Gobierno logró lo que decía querer desde el primer día: entrar a la historia. Y lo hizo, sí, pero de la peor manera.
20 de diciembre de 2025, 4:01 a. m.

Gobierno corrupto. Esa es la única manera de definir a esta administración. Me explico.

No se trata de un eslogan opositor ni de un exceso retórico, sino de un hecho inédito y demoledor: el de Gustavo Petro es el único Gobierno en la historia reciente de Colombia que ha logrado meter tras las rejas a dos de los ministros más importantes de su gabinete. Ricardo Bonilla, exministro de Hacienda, y Luis Fernando Velasco, exministro del Interior. No se trata de funcionarios menores ni de errores administrativos aislados. Se trata del corazón político y económico del Gobierno de Gustavo Petro, hoy atravesado por el escándalo más grave de su mandato: la corrupción en la UNGRD.

El Gobierno logró lo que decía querer desde el primer día: entrar a la historia. Y lo hizo, sí, pero de la peor manera. No como el artífice de una transformación positiva, sino como el símbolo de cómo un proyecto que se vendió como moralmente superior terminó convertido en un esquema para saquear al Estado. Lo que prometía ser una cruzada ética contra las “viejas prácticas” acabó reproduciendo, y en algunos casos perfeccionando, los vicios que juró erradicar. Tremendo.

La narrativa era clara: ellos eran distintos. No robaban. No transaban. No negociaban. Venían a dignificar la política y a limpiar el Estado. Hoy esa narrativa se derrumba bajo el peso de expedientes judiciales, detenciones y testimonios que describen un entramado de corrupción sistemática. La UNGRD no fue un accidente ni una manzana podrida. Fue, según lo que se ha conocido, un mecanismo para comprar apoyos, mover recursos públicos con fines políticos y enriquecer a unos pocos, todo bajo el discurso de la justicia social.

Lo más grave no es solo lo que pasó, sino lo que sigue pasando. Porque ese proyecto político, pese a la evidencia, tiene heredero. Y ese heredero hoy puntea en las encuestas. Como si nada hubiera ocurrido. Como si el país no hubiera aprendido nada. Como si la indignación fuera selectiva, y la memoria, corta. ¿Cuántas veces más vamos a caer en la misma trampa? ¿Cuántas veces vamos a confundir discursos incendiarios con soluciones reales?

Ese “proyecto transformador” que nos venden no es más que un espejismo. Un espejismo de embarcación popular que promete llevar a los más pobres a puerto seguro, pero que en realidad navega sin rumbo, mintiéndole a la gente sobre soluciones irreales, impracticables y ya probadas como fracasos. No funcionan aquí ni han funcionado en ningún lugar donde se han aplicado. No generan prosperidad ni bienestar para todos. Generan dependencia, corrupción y concentración de poder.

Son, en esencia, ganchos. Ganchos diseñados para atrapar a una población desesperada, cansada, muchas veces abandonada por el Estado y fácil de convencer con promesas imposibles. Promesas de riqueza sin esfuerzo, de justicia sin instituciones, de igualdad sin crecimiento. Promesas que suenan bien en campaña, pero que se desmoronan al primer contacto con la realidad.

La historia en la región es clara y repetitiva. Modelos de izquierda radical que prometen justicia social en lo económico y en lo judicial, sin sustento académico ni viabilidad práctica. Modelos que desprecian la inversión, satanizan la empresa privada, relativizan la ley y concentran poder en nombre del pueblo. El resultado siempre es el mismo: Estados capturados por élites políticas que usan el discurso social como excusa para enriquecerse y perpetuarse en el poder. Y en el caso de Colombia y Venezuela, Estados donde hay una combinación fatal entre corrupción que se autoprotege y narcotráfico que la rodea.

La única manera de avanzar como nación no es con atajos ideológicos ni con discursos emocionales. Es trabajando, invirtiendo, generando empleo, respetando las reglas y haciendo cumplir la ley. No hay fórmula mágica. No hay soluciones instantáneas. Hay instituciones que fortalecer, responsabilidades que asumir y decisiones difíciles que tomar.

El escándalo de la UNGRD y la caída de dos ministros clave no son solo el fracaso de un Gobierno. Son una advertencia. Una alerta roja sobre lo que ocurre cuando se les entregan las llaves del Estado a proyectos que desprecian los contrapesos, se creen moralmente superiores y usan la indignación social como combustible político.

La pregunta no es solo qué hizo este Gobierno. La pregunta es si, esta vez, vamos a aprender. Por ahora está claro que hay un segmento de políticos y empresarios dispuestos a normalizar y transar. ¿Y usted?



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