
Opinión
Gota a gota: el banco de los pobres, negocio consentido por el Estado
El “gota a gota” funciona perfectamente en un sistema donde el Estado fracasa repetidamente en ofrecer oportunidades reales a los ciudadanos más vulnerables.
En un país donde los bancos parecen inalcanzables para los más pobres, millones de ciudadanos recurren a una solución más sencilla, más rápida y, sobre todo, más mortal: el “gota a gota”. Esta modalidad criminal no es solo un drama financiero, es un síntoma político, un mensaje contundente del Estado hacia sus ciudadanos más vulnerables: “arréglenselas solos”.
La premisa del “gota a gota” es tan simple que parece diseñada en algún laboratorio clandestino del capitalismo más salvaje: préstamos inmediatos, sin trámites, sin papeleos, pero con la trampa oculta de intereses astronómicos. La genialidad macabra de este método radica en su aparente accesibilidad. Pedir 100.000 pesos parece inocente cuando solo se pagan 4.000 pesos diarios, hasta que se entiende que esas pequeñas cuotas esconden tasas mensuales superiores al 100 %. Es un modelo financiero tan perverso que incluso el más astuto usurero tradicional sentiría vergüenza de aplicarlo.
Pero el verdadero rostro del “gota a gota” se revela cuando llega el atraso en las cuotas. Aquí es donde Colombia muestra su faceta más sombría y violenta. Lo que inicia con sonrisas termina con amenazas, acoso y violencia explícita, recordando diariamente a la víctima su lugar en la sociedad: desechable e insignificante. El caso de Jessy Paola Moreno, quien decidió lanzarse de un puente junto a su hijo, agobiada por esta deuda infernal, es apenas la punta del iceberg de una realidad escalofriante que afecta a miles.
Esta violencia financiera no es casual ni espontánea, es profundamente estructural y política. En cifras concretas, el “gota a gota” mueve entre 2.500 y 3.000 millones de pesos diarios en Colombia, alcanzando una escalofriante suma cercana a 1,1 billones de pesos anuales. Según cifras de DataCrédito-Experian, en los hogares más pobres los préstamos informales alcanzan el 17,7 % de sus ingresos totales. Esta cifra no es solo un dato estadístico, es una sentencia política sobre quién merece acceso a crédito formal en Colombia. Cuando un vendedor ambulante o una madre soltera necesitan financiar sus necesidades básicas, la banca tradicional cierra sus puertas, dejando el camino despejado para que mafias criminales como el Tren de Aragua, el Clan del Golfo y La Oficina de Envigado llenen ese vacío con extorsión disfrazada de préstamo.
El “gota a gota” funciona perfectamente en un sistema donde el Estado fracasa repetidamente en ofrecer oportunidades reales a los ciudadanos más vulnerables. Este fracaso no es accidental, es el resultado directo de políticas económicas y financieras excluyentes que han privilegiado históricamente a grandes capitales y bancos privados sobre las necesidades populares. Es la expresión máxima del “sálvese quien pueda” institucionalizado en Colombia.
Ahora bien, esta modalidad también se ha adaptado brillantemente al entorno digital bajo la forma de préstamos virtuales abusivos, conocidos técnicamente como SpyLoan. Mediante aplicaciones aparentemente inocuas, estas mafias obtienen acceso invasivo al teléfono del usuario, incluyendo contactos, fotos y datos personales. Al primer retraso en el pago, comienza una humillación pública inmediata y violenta: mensajes difamatorios y montajes vergonzosos son difundidos masivamente entre los contactos de la víctima. Este “gota a gota” digital no solo busca cobrar la deuda con intereses exorbitantes, sino destruir la reputación del deudor y someterlo a un permanente terror psicológico.
No obstante, sería ingenuo creer que estas mafias operan sin complicidad política y estatal. Es imposible que un negocio que mueve entre 2.500 y 3.000 millones de pesos diarios exista sin conocimiento o participación indirecta de funcionarios corruptos y fuerzas policiales que miran hacia otro lado. La ineficacia de las autoridades para desmantelar estas redes no solo es incompetencia, es complicidad política por omisión o acción directa.
Esta realidad se vuelve aún más inquietante cuando se observa la expansión internacional del “gota a gota”. Exportado exitosamente a más de 16 países de América Latina, esta modalidad colombiana se convirtió en un producto nacional con sello de calidad criminal garantizado. Países como Perú, México y, especialmente, El Salvador, donde el gobierno del presidente Nayib Bukele respondió con contundencia capturando, acusando por agrupaciones ilícitas y extorsión a los hampones, además de expulsar a cientos de prestamistas colombianos, han demostrado una voluntad política de combate al crimen que contrasta fuertemente con la apatía e incapacidad colombiana.
En contraste, las respuestas institucionales colombianas son más bien cosméticas. La Fiscalía, con cifras irrisorias de apenas 60 capturas al año, celebra victorias mínimas frente a un enemigo gigantesco. Mientras tanto, el gobierno de Gustavo Petro ha intentado ofrecer soluciones parciales como el programa “Creo, un crédito para conocernos”, destinado a competir directamente con el “gota a gota”. La intención es noble, pero la ejecución claramente insuficiente. Competir con mafias violentas usando microcréditos parece más una fantasía política que una solución práctica.
La realidad es que Colombia necesita una política criminal fuerte, integral y decidida contra estas redes, acusando a estos delincuentes por concierto para delinquir, usura y extorsión como regla general y evitando que puedan cobrar el dinero producto del delito. Se requiere mucho más que discursos presidenciales o programas temporales de crédito: hacen falta jueces y fiscales capaces de aplicar las leyes existentes con rigurosidad, unidades policiales especializadas, inteligencia financiera efectiva y cooperación internacional real.
Lo más irónico y lamentable es que mientras el Estado colombiano sigue debatiendo cómo enfrentar al monstruo del “gota a gota”, las víctimas siguen cayendo, endeudándose hasta límites imposibles y viviendo en permanente terror. Mientras el Gobierno se pregunta cómo ofrecer mejores tasas de interés, miles de colombianos enfrentan diariamente tasas impuestas con violencia y sangre.
Este fenómeno no es solo un problema financiero o judicial. Es un problema eminentemente político que expone las profundas fallas del modelo económico colombiano, sus élites y la incapacidad crónica del Estado para proteger a sus ciudadanos más vulnerables. Es una cruel ironía que, en el país del “realismo mágico”, la única magia que experimentan millones de ciudadanos sea ver cómo sus deudas se multiplican sin control.
*Este artículo expresa opiniones del autor y no representa la posición oficial del Gobierno de El Salvador.