
Opinión
Gracias, simplemente, gracias
Hoy puedo decir con orgullo y cariño que me siento un salvadoreño más.
Hay historias que llegan a tu vida como tormentas silenciosas; irrumpen sin anunciarse, se instalan en tu memoria y transforman para siempre la manera en que percibes el mundo. Esta es una de esas historias. Esta es la historia de Anita.
Recuerdo claramente aquella mañana cuando conocí a Anita en uno de los hogares de acogimiento del Gobierno de El Salvador. Con apenas ocho años y dos hermanitos más pequeños, Diego y Esteban, ella llevaba sobre sus frágiles hombros la carga de un abandono brutal. Su sonrisa tímida contrastaba con unos ojos oscuros, profundos, ojos que ya habían visto demasiado dolor, demasiado pronto.
Sus padres, atrapados en las redes oscuras y crueles de las pandillas, desaparecieron cuando el Plan Control Territorial comenzó su lucha para recuperar el país. Simplemente se esfumaron, dejando atrás un silencio insoportable y un cuarto vacío que parecía devorar con su soledad a aquellos tres pequeños corazones inocentes.
La fuerza incontenible de Anita emergió en los días posteriores a esa desgarradora ausencia. Cada mañana subía con determinación a un autobús de servicio público, asegurándole al conductor con una voz temblorosa que su mamá le pagaría al día siguiente. Durante días, el hombre, conmovido quizás por esa inocencia desesperada, permitió que Anita continuara subiendo. Pero la realidad pronto reveló su crudeza. Al tercer día, con la ropa sucia y el hambre oculta tras la vergüenza infantil, Anita rompió en llanto cuando el conductor preguntó suavemente, abrazando a sus hermanitos con una fuerza desgarradora. Ese día llegaron al hogar de acogimiento.
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Allí fue donde mi vida se cruzó con la de Anita y sus hermanos. Su historia, tejida con violencia y abandono, me golpeó con una intensidad indescriptible. Pero más allá de la tragedia, lo que realmente me estremeció fue la firmeza con la que Anita soñaba en grande: quería estudiar, quería ser ingeniera para construir caminos y puentes hacia un futuro digno para ella y sus hermanitos.
Durante dos años tuve el honor y el privilegio de acompañar de cerca su camino, lleno de resiliencia, esperanza y sueños. Vi crecer a Anita, ahora con diez años, devorando libros en una tableta que recibió como regalo, comprometida con su sueño, reconstruyendo su mundo con determinación, valentía y una fuerza que pocas veces había visto.
El día de la despedida llegó como una punzada en el alma. Ellos pensaron que era una visita más, pero para mí significaba el cierre de un capítulo crucial en mi vida. Al abrazarme fuerte, Anita pronunció en una frase con voz quebrada una palabra que todavía resuena en mi corazón cada noche: “Papito”. Una sola palabra que justificó cada sacrificio, cada día lejos de mis hijos, de mis padres, de mis hermanas, lejos de Colombia.
Dos años de profundas soledades, de dudas y certezas, condensados en esa palabra que hizo que todo valiera la pena. Me despido convencido de que el servicio público puede y debe ser honesto, decente y transformador. Agradezco profundamente al presidente Nayib Bukele por haberme dado la oportunidad invaluable de descubrir el verdadero poder del servicio, el poder que nace de la ética, del compromiso genuino y del amor por aquellos más vulnerables.
Quiero expresar también mi profunda gratitud al pueblo salvadoreño, por abrirme las puertas de su corazón y confiar en mí, permitiéndome sentir que formo parte de esta hermosa tierra. Hoy puedo decir con orgullo y cariño que me siento un salvadoreño más. Porque la paz, la esperanza y el amor no tienen nacionalidad, son universales y nos unen como hermanos.
Anita y sus hermanos me enseñaron que la verdadera resiliencia se cultiva desde el amor, el cuidado y la dignidad restaurada. Por ello, esta columna es solo para dar gracias, gracias infinitas por haber tenido la bendición de conocerlos, por haber aprendido tanto de ellos, y porque en cada abrazo, en cada sonrisa tímida de Anita, en cada pequeña victoria de sus hermanos, supe que el sacrificio valió la pena.
Gracias, Anita, por devolverme la esperanza. Gracias, pueblo salvadoreño, por permitirme ser uno de ustedes. Gracias por enseñarme que un mejor país es posible cuando existe amor, dignidad y la voluntad auténtica de transformar vidas.