Luis Carlos Vélez Columna Semana

Opinión

La bandera que no pienso devolver

Si los que entregan su vida, con generosidad y sin cálculos, no desfallecen… entonces, aún podemos confiar en que algo –finalmente– puede cambiar.

Luis Carlos Vélez
14 de junio de 2025

Tengo que confesar que tengo algo que no me pertenece… y que, además, no tengo la menor intención de devolver.

Preparándome para la ceremonia de graduación de mi maestría, mientras revisaba redes sociales, vi una fotografía de Miguel Uribe Turbay con toga, birrete y la bandera de Colombia sobre el pecho. Miguel y yo cursamos el mismo programa de Administración Pública en la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, pero él recibió su diploma un día antes que yo. Al ver su imagen, le escribí de inmediato: “¿Me prestas la bandera para hacer lo mismo?”. Sin dudarlo, me dijo que sí.

Me indicó que podía recogerla en su casa en Boston. Su roommate la dejaría en la portería. Así fue como, en medio del bullicio de los días de celebración, corrí por la tarde a buscar el paquete. Adentro, recién usada, estaba la bandera que Miguel había lucido con orgullo en la ceremonia de una de las universidades más prestigiosas del mundo.

Confieso que al ver esa imagen sentí una profunda emoción. Miguel se veía imponente, feliz, pero, sobre todo, reflejaba un amor genuino por la patria. Ese amor fue precisamente lo que lo llevó a hacer una pausa en su carrera política para sumergirse en los estudios con profundidad y disciplina. Liderazgo, política pública, economía, comunicaciones… Nada fue superficial.

Recuerdo que hacia el final del programa tuvo que acelerar el paso. Debía preparar su campaña al Senado mientras cumplía con clases, exámenes y trabajos. Pero lo hacía con una elegancia y una metodología que hacían parecer fácil lo que, en realidad, era un esfuerzo monumental.

Durante ese tiempo hablamos muchas veces sobre los cursos, los profesores, los retos… y sobre Colombia. Yo conocía al político, pero no al ser humano detrás de esa imagen pública. Esas conversaciones me revelaron a un joven profundamente comprometido con su país, obsesionado con encontrar caminos para mejorar la vida de los colombianos.

Como periodista, siempre he sido escéptico con los políticos. Pero Miguel me mostró algo diferente: un joven serio, íntegro, dispuesto a ganarse su lugar con trabajo y méritos en uno de los entornos académicos más exigentes del planeta.

Por eso el atentado en su contra me golpeó tan duro. No solo por su gravedad, sino porque es el primer candidato presidencial de mi generación –y ojalá el último– en ser víctima de un atentado sicarial.

El día de los disparos, mi hija de 8 años, con los ojos llorosos, se me acercó y me dijo:

–Papá, no sé por qué…, pero tengo miedo.

Inmediatamente recordé a mi madre, hace 36 años, cerrando la puerta de su cuarto –algo que jamás hacía– y metiéndonos a todos en su cama, asustada y desconcertada porque acababan de asesinar a Luis Carlos Galán durante un acto de campaña en Soacha.

Ese eco del pasado retumbó con fuerza.

El atentado contra Miguel Uribe Turbay no solo me ha dolido: me ha llenado de rabia. Rabia de ver cómo, en vez de erradicar el veneno de la violencia política, hemos retrocedido. Rabia por un país que sigue siendo rehén de un peligroso coctel de mafias, odio e impunidad. Y rabia por un Gobierno que, lejos de aplacar tensiones, las exacerba.

Pero también tengo esperanza. La esperanza de que Miguel se recupere pronto y siga adelante. Porque si los que entregan su vida, con generosidad y sin cálculos, no desfallecen… entonces, aún podemos confiar en que algo –finalmente– puede cambiar.

Hoy miro la bandera que me prestó Miguel. La tengo frente a mí. Y la veo con rabia, con esperanza, pero, sobre todo, con una convicción profunda: esta generación sí puede –y debe– dejarles a sus hijos un país mejor del que recibió.

Y una advertencia, Miguel:

Hoy más que nunca ten la absoluta certeza de que esa bandera… no te la voy a devolver.

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