Enrique Gómez Martínez Columna Semana

Opinión

La hora de consensos difíciles

Imperó, entre otras, la preocupación por la pérdida de control del territorio.

Enrique Gómez
14 de julio de 2025

Anoche, en una amplia convocatoria multipartidista del partido Centro Democrático, se realizó un importante conversatorio sobre las herramientas para la recuperación de la seguridad.

El espacio, importante por la amplitud de la convocatoria y la convicción de los participantes, cubrió muchas facetas de la problemática de seguridad y presentó múltiples propuestas, experiencias y consideraciones valiosas para construir la agenda de seguridad ejecutiva y legislativa a partir de 2026.

Imperó, entre otras, la preocupación por la pérdida de control del territorio, el aumento del pie de fuerza, la mutación constante de las organizaciones criminales, la protección jurídica de nuestros policías y soldados, la recuperación de la moral de la tropa, la reiniciación de la erradicación aérea, la transición tecnológica en la lucha contra el crimen, el narcotráfico y la subversión, la financiación de la agenda de seguridad, los frentes de seguridad cívico-militares y policiales, y la consolidación de un marco jurídico que asegure la política de seguridad como una política de estado.

Existe sin duda unión plena en la nación y sus líderes alrededor de la premisa de que la seguridad es la prioridad que debe asumir la próxima administración. El consenso sobre el objetivo es muy importante. En general, hay muchas coincidencias respecto de las herramientas que permitirán mejorar el control del territorio, romper las economías ilegales que alimentan la criminalidad y la subversión, incorporar amplias capacidades tecnológicas para proteger a las tropas y hacer más eficiente, y eficaz, su accionar y lograr más estabilidad en la devolución de la seguridad, mediante la vinculación de la comunidad al proceso y la implementación de infraestructura, que traiga desarrollo económico en los territorios hoy controlados por la criminalidad.

Pero en cuanto a los consensos estructurales de respaldo a las acciones indispensables que la fuerza pública y el Estado deben adelantar para alcanzar estos objetivos, parece que la sociedad y el Estado colombiano vivieran en una dualidad, perversa.

Por encima de todo y en todos los lugares del país, la ciudadanía añora y desea febril y fervientemente la seguridad. Los gobernantes en ciernes que aspiran a postular su nombre a consideración del electorado colombiano coinciden todos en que ese debe ser el gran objetivo del Estado. Pero el Estado mismo, la sociedad, el estamento político y sobre todo el estamento judicial, no parecen haber llegado a los consensos conceptuales, filosóficos y legales, que permitan ese objetivo en el cual queremos que se comprometa el Estado y que este tenga éxito real, rápido y duradero.

No existe un consenso a través del espectro político de rechazo, contundente a la violencia y al terrorismo. El mito antiguo del delito político sigue siendo mampara o resguardo para que muchos en la clase política justifiquen el accionar de las guerrillas y de los socios mafiosos de las mismas. Las reclamaciones infinitas terminan justificándolo todo. Los silencios cómplices no pueden seguir siendo aceptables frente a las minas antipersona, el reclutamiento de menores, los atentados a la fuerza pública, las violaciones al derecho internacional humanitario, el secuestro o la extorsión. No llegaremos a la ansiada seguridad mientras se siga justificando a los violentos en el marco de un contexto ideológico de extrema izquierda o con la falacia en otras toldas de que las causas objetivas y los pobres quieren o justifican la violencia.

Nuestros jueces, al margen de sus válidas prédicas sobre la congestión judicial y la desprotección en la que se encuentran en muchos casos frente al crimen, en muchos escenarios, y sobre todo en el constitucional, van en contra vía del propósito nacional de la seguridad. No solo por la impunidad y el extremo garantismo, sino que en muchos casos habilitan con sus fallos la expansión de las actividades colaterales al fenómeno de violencia. Habilitan la instrumentalización de las comunidades, debilitan el accionar del Estado condicionándolo, desconfían de manera perenne de la acción de la fuerza pública y caen en un garantismo judicial y penal que hace prácticamente y inocua la aspiración punitiva del Estado. De no mediar un diálogo urgente y amplio con el poder judicial para asegurar que este se alinee con la aspiración social de la seguridad y el deber del Estado de buscarla, todo será inútil. Toda esta urgente aspiración nacional se verá frustrada.

Por otra parte, la instrumentalización de las comunidades es un obstáculo fenomenal para la seguridad. La tolerancia con el cultivo de la coca ha ido creando en muchas zonas del país un nivel de dependencia económica tan amplio que la comunidades, como sucedió en los antiguos paros cocaleros, se pasan al lado de los violentos para impedir la presencia y control territorial por parte de las fuerzas militares. Aquí tambien es urgente otro consenso para rechazar tajantemente la ambigüedad ética de las comunidades.

Finalmente, la ingente cantidad de recursos que la reconquista de la seguridad requerirá hacen indispensable un consenso nacional que involucre el recorte severo del gasto público. No podemos pasar de agache frente al gasto público desmedido, volviendo al facilismo demoledor de una nueva tributaria. Por el contrario, el país necesita es bajar los impuestos de manera significativa, lo cual implica necesariamente eliminar decenas de entidades públicas inútiles y redundantes y terminar cientos de miles de contratos de prestación de servicios que conforman las nóminas paralelas cuyo único propósito y logro es sostener a las élites políticas.

Para estos y otros consensos difíciles se nos está haciendo tarde.

Noticias relacionadas

Noticias Destacadas