
Opinión
La peligrosa zona gris de la propaganda electoral anticipada en redes sociales
Como bien lo afirmaba José Ortega y Gasset: “Uno de los temas que en los próximos años se va a debatir con mayor brío es el del sentido, ventajas, daños y límites de la técnica”.
Más de medio siglo después, sus palabras resuenan con una vigencia inquietante. Vivimos en una era en la que la técnica —ahora traducida en internet, redes sociales e inteligencia artificial— no solo ha transformado los hábitos cotidianos de la humanidad, sino que ha reconfigurado de manera profunda las arquitecturas del poder. En el ámbito de la comunicación política, no se ha limitado a ser un medio accesorio, sino que se ha erigido en el escenario central —el nuevo ágora digital— donde se libra, en tiempo real y sin tregua, la disputa por la voluntad política ciudadana.
El internet y las redes sociales, lejos de ser meros canales de difusión, se han convertido en el músculo sigiloso de las campañas contemporáneas: eficaz, masivo, de bajo costo y, en muchos casos, invisible al radar institucional.
En Colombia, sin embargo, el marco legal y la vigilancia electoral siguen atados a los paradigmas del siglo XX. Mientras candidatos y organizaciones políticas se adaptan con destreza a los ecosistemas digitales —Facebook, Instagram, YouTube, TikTok, incluso WhatsApp y Telegram—, las normas continúan escrutando cuñas radiales, carteles en vía pública y tiempos en televisión. Mientras la tecnología corre a la velocidad del presente, la regulación camina atrapada en los tiempos del pasado.
Esta desconexión ha dado lugar a una zona gris que, más que un olvido inocente, se ha convertido en táctica deliberada: hacer campaña política anticipada.
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Los datos lo confirman. Según la Biblioteca de Anuncios de Meta, posibles aspirantes al Congreso y a la Presidencia para 2026 ya han invertido cientos de millones de pesos en publicidad política, pese a que los periodos legales de propaganda aún no han comenzado.
Las elecciones al Congreso están programadas para el 8 de marzo de 2026 y la propaganda solo está permitida 60 días hábiles antes —es decir, desde el 10 de diciembre de 2025—. En el caso de la Presidencia, la primera vuelta será el 31 de mayo de 2026 y la ley solo autoriza la publicidad electoral desde cuatro meses antes, es decir, a partir del 31 de enero de 2026.
Sin embargo, ya se multiplican los anuncios, las piezas gráficas, la difusión de eventos masivos —algunos incluso en coliseos— y los discursos que, bajo el argumento de «precampañas» o «lanzamientos» sin inscripción oficial, funcionan como auténticos actos de proselitismo político.
Todo ello ocurre bajo una comprensión tácita: la capacidad institucional de control aún resulta limitada frente a estas nuevas dinámicas virtuales de campaña. Más que una omisión fortuita, lo que se revela es una brecha estructural que la regulación vigente no ha logrado cerrar.
Es en este punto donde emerge una preocupación de fondo. Estas prácticas, al anticiparse a los periodos expresamente definidos por normas como la Ley 1475 de 2011 y la Ley 996 de 2005 —ambas de carácter imperativo y que no admiten excepciones—, no solo tensionan los límites legales, sino que plantean serias implicaciones para la equidad en la contienda electoral, el control del gasto y la transparencia en el acceso a los medios de comunicación y financiación.
Las preguntas que se derivan son tan legítimas como necesarias: ¿quién supervisa estos gastos?, ¿cuál es la procedencia de los recursos utilizados?, ¿están siendo contabilizados dentro de los topes legales permitidos?, ¿se reportan ante las autoridades competentes?
Estas inquietudes no buscan señalar culpables, sino abrir un debate urgente sobre cómo garantizar que los principios que sustentan nuestra democracia no se vean desdibujados por prácticas que, si bien novedosas en su forma, deben ser sometidas al mismo estándar de integridad que rige todo proceso electoral.
Pero hay canales digitales aún más difíciles de controlar. En plataformas de comunicación instantánea como WhatsApp o Telegram la propaganda fluye sin registro, sin regulación y sin mecanismos eficaces de fiscalización.
A ello se suma una realidad aún más preocupante: Colombia no figura en el Informe de Transparencia de Google, lo que impide saber cómo se están utilizando Google Ads o YouTube en contextos políticos. Mientras tanto, TikTok y X prohíben la propaganda política paga, pero permiten la gratuita sin contar con una biblioteca de anuncios.
Así, las redes sociales y demás plataformas digitales han dejado de ser meros vehículos de expresión política para convertirse en escenarios donde la rendición de cuentas y el cumplimiento de los plazos de difusión de propaganda se vuelven difusos, desafiando la capacidad de control institucional.
Mientras algunos actores políticos acatan los tiempos y las reglas del juego democrático, otros despliegan estrategias comunicativas anticipadas que, en la práctica, les otorgan una ventaja política difícil de revertir.
Esta asimetría no solo compromete la equidad de la contienda, sino que plantea preguntas sobre la corresponsabilidad de las plataformas digitales, que permiten —y monetizan— contenidos claramente identificables como propaganda electoral por fuera de los plazos legalmente establecidos.
En este contexto, resulta pertinente abrir una reflexión serena y profunda: ¿cómo articular esfuerzos entre autoridades electorales y plataformas digitales para asegurar el cumplimiento de la legislación nacional?, ¿podemos hablar de elecciones auténticamente libres si algunos jugadores operan en la sombra virtual, sin reglas, sin reportes, sin límites?, ¿tiene sentido que los gastos realizados en etapas previas a la campaña oficial escapen a los mecanismos de vigilancia y control?, ¿no es hora de considerar, con el debido rigor, la posibilidad de examinar comportamientos de quienes, habiendo manifestado públicamente su aspiración a cargos de elección popular y que posteriormente formalizan su candidatura, desarrollan actividades propias de campaña anticipada en ecosistemas digitales sin cumplir los estándares de transparencia y rendición de cuentas?
La respuesta no es sencilla; sin embargo, la complejidad de este desafío exige una solución institucional que, ante todo, sea firme, decidida y dedicada al análisis concienzudo de las cuestiones fundamentales que plantea esta coyuntura.