OpiNión
La rabia con la guerrilla
Zonas enteras de nuevo están sometidas por estos grupos violentos y criminales y las víctimas no tuvieron resarcimiento, verdad o reconciliación.
El discurso del presidente Gustavo Petro en el que les pidió a las Fuerzas Armadas dirigirse de forma respetuosa hacia el grupo terrorista ELN produjo una reacción de ira y rabia en el país, entre la que me incluyo, que revela un sentimiento subyacente a unas condiciones y una historia con las organizaciones guerrilleras que hace inaguantable e insoportable una relación “normal” entre la sociedad y cualquiera de estos grupos.
Si vamos de atrás hacia adelante, fácilmente podemos ver cómo se vació esa copa de paciencia, de esperanza y de fe que se dio con otros procesos de paz como los del EPL, el M-19 y otras organizaciones violentas entre 1989 y 1994. El país entonces aceptó la presencia de miembros de estos grupos en la Constituyente de 1991 y hasta eligió una tercera parte de sus miembros en una lista que presentó el M-19 recién desmovilizado. La generosidad de Colombia y su democracia, que contrasta con el discurso del presidente Petro hacia la misma, muestra a un país que le dio una gran oportunidad a la izquierda y mostró su vocación de perdón y de reconciliación.
De ahí en adelante lo que vino fue un juego de terrorismo y chantaje, de crecimiento desbordado con recursos de los narcos, de genocidio por parte de las Farc contra los desmovilizados del EPL y de fallidos procesos de paz que agotaron la paciencia de los colombianos y sembraron una desconfianza absoluta del ciudadano de a pie frente a estas organizaciones. Los secuestros del ELN de la iglesia de la María y del avión de Avianca y los abusos de las Farc con el uso de la zona de despeje fueron los detonantes de las marchas más multitudinarias que Colombia ha visto, las del NO MÁS de 1998 y 1999, en su contra.
El fracaso del proceso del Caguán –donde los secuestrados eran llevados a esa zona y hasta los carros robados en toda Colombia acababan allí, por solo mencionar algunos de los abusos– fue el determinante más crítico de la llegada de Álvaro Uribe al poder. El gobierno de este último y los éxitos de seguridad, que son indudables y marginalizaron el poder de las Farc y el ELN –que si no es por el refugio en Ecuador o en Venezuela habrían sido acabados–, recuperaron la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y, en especial, en su fuerza armada.
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Y ahí comienza el último capítulo que quizás, por ser el más reciente, es el que más gasolina le echa a esta hoguera de sentimiento de rechazo y odio contra las Farc y el ELN. El presidente Juan Manuel Santos, electo con votos de Uribe, cambia la política de seguridad y se enfrasca en una negociación de gobierno, y no de Estado y de sociedad, con las Farc. Santos y su Gobierno excluyen a quien tenga una mirada distinta a la negociación y, lo peor, le miente descaradamente a la opinión pública sobre temas fundamentales como los derechos de las víctimas y la participación en política y las sanciones de criminales de guerra.
Santos hizo lo que quiso con ese proceso y el resultado fue una derrota en un plebiscito contra la paz. Un hecho político inusitado y sin precedente en la historia del mundo, al que se suma un descarado desconocimiento de ese sentimiento nacional y de ese resultado electoral. La oportunidad de renegociar y buscar una paz que uniera al país y no una que lo dividiera la dejó pasar. Pero la sociedad no olvidó.
El resultado es que se dio una paz incompleta, las disidencias y quienes se alejaron del proceso hoy son cerca de la mitad de los hombres en armas que tenían las Farc cuando supuestamente se desmovilizaron. Zonas enteras de nuevo están sometidas por estos grupos violentos y criminales y las víctimas no tuvieron resarcimiento, verdad o reconciliación. Los instrumentos creados para este tema, la JEP y la Comisión de la Verdad, nunca tuvieron a las víctimas como su epicentro y, al contrario, muchas se sintieron de nuevo victimizadas. Y los peores delincuentes de las Farc pasaron del monte, donde asesinaban, secuestraban y violaban, al Congreso de la República, donde dictan cátedra de moral. Los resultados electorales de las Farc muestran el desprecio que la ciudadanía tiene por ellos.
El ELN, a su vez, cambió también. Se narcotizó, y de esa guerrilla ideológica de los 60 y 70 nada queda. Hoy es más bien una estructura criminal tradicional que se alimenta del negocio de la droga, de la corrupción y de la minería ilegal fundamentalmente. En Venezuela, el ELN encontró su nuevo espacio vital y crece sin oposición alguna. Lo que hizo en Arauca hoy lo hace al otro lado casi que a lo largo de toda la frontera de los dos países.
Esa historia, que se queda corta, y en un mundo donde la información llega en segundos desde cualquier lugar del país, las barbaridades que comete el ELN solo alimentan ese resentimiento. De ahí la reacción contra el discurso del presidente Petro pidiendo trato respetuoso. Así el entorno sea favorable en el exterior, en Colombia el costo para Petro y para la izquierda en el futuro va a ser brutal. Santos, exaltado en el exterior pero muy mal visto dentro del país, puede dar fe de ello.
Quizás quien mejor describe y con gran humor lo que muchos sentimos con esa petición de Petro es el exrector de la Nacional Moisés Wasserman, quien en un tuit escribió: “Distinguidas y distinguidos damas y caballeros del ELN. Me dirijo a Uds para solicitar, muy comedidamente, reconsideren su enérgica sugerencia a la población chocoana para no circular ni transportar sus alimentos. Todos les quedaremos infinitamente agradecidos por su gentileza”.
No hay nada más que decir.