Salud Hernández

Opinión

Las cuchas de los polis tenían razón

Las dos confían en que la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema revise todo el material probatorio.

Salud Hernández-Mora
15 de febrero de 2025

Siete años tocando puertas, tragándose humillaciones, indiferencias, esperas, lágrimas. Son infatigables, como tantas admirables cuchas que buscan noticias de sus hijos secuestrados o desaparecidos.

Y si las tragedias de estas últimas solo importan cuando las convierten en armas políticas arrojadizas, ¿qué relevancia pueden tener las mamás de dos simples policías que claman por su inocencia?

Aunque saldrán de prisión en pocos años, a ellas les parece una injusta eternidad un solo día tras las rejas. Tampoco aceptan que carguen con la deshonra de un delito que no cometieron. Si fuesen los papás, se habrían rendido. Las guerras por los hijos las libran las cuchas.

Doña María me montó la cacería durante meses con tal persistencia que no quedó más remedio que escucharla. Resuelta, esperanzada, convencida de que no dejará puerta sin tocar, llegó a nuestro encuentro acompañada de doña Rosa Elena, su inseparable compañera. Han compartido tristezas, sacrificios, en pasillos aguardando citas, en juzgados, en visitas carcelarias.

“Nos hemos vuelto hermanas”, enfatizaron. “Cuando nos ven en la Procuraduría, la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía o donde vayamos, dicen: ‘Ahí viene la de la carpeta con la mamá de Salitas’”.

En cuanto se sentó, doña María sacó su famosa carpeta repleta de documentos que prueban sus argumentos. Su amiga olvidó la suya en algún punto de su cotidiano correcorre. Pero recitaba el contenido de los papeles perdidos casi que al pie de la letra.

Sucedió en Medellín, después de las 9 p. m., el 3 de octubre de 2017. Unos policías detuvieron a un motorista que huyó de un retén. Sospecharon que pudo participar en un supuesto atentado y lo trasladaron a la Estación Villa Hermosa en la camioneta de un sargento que manejaba Óscar Yamid Salas, hijo de doña Rosa Elena, al que apodan Salitas. Lo bajaron del vehículo y se fueron.

En la estación, empujaron al apresado hasta una pieza y entre varios uniformados le propinaron una paliza descomunal con puños y patadas. Le gritaban que hablara y lo amenazaron de muerte. Víctor Arango juraba que solo era un honesto padre de familia.

Cuando lo dejaron ir, fue a su hogar y luego a un hospital. Le dieron cinco días de incapacidad médica y enseguida puso la correspondiente denuncia. Medicina Legal certificó que sufrió “lesiones personales”.

Quizá confundido por lo ocurrido, Arango indicó que fueron cuatro los policías implicados; otra vez subió el número a seis y después a diez. Identificó a cuatro en unas hojas fotocopiadas, con fotografías en blanco y negro, ni recientes ni de buena calidad y algunas marcadas, que la Policía sacó de sus archivos.

Ambas mamás, desplegando su arsenal de pruebas, recalcaron el escaso rigor del proceso y la mediocre defensa de los abogados. De ahí la condena a 17 años de cárcel por “tortura”, aunque Medicina Legal no certificó ese crimen.

Doña Rosa Elena insistió en que, tras bajarse el arrestado de la camioneta, su hijo Salitas “terminó el turno, entregó el carro y se fue a la casa. No intervino en nada”. No comprendía que la justicia penal militar absolviera al sargento, y a su retoño lo clavara la ordinaria.

El de doña María, subintendente Hernando Pachón, abandonó la estación a las 6:30 p. m., al concluir su turno, según obra en la minuta que guarda como un tesoro. “Dejó el arma de dotación y fue en su moto a la clase de inglés”, explica y rebusca los registros del parqueadero que queda junto al Instituto Blendex. “Entró a las 6:38 p. m. y salió en moto a su casa a las 8:48 p. m., cuando terminó. Necesitaba la nivelación de inglés para graduarse de abogado en el Politécnico Grancolombiano”.

Rememora que el único varón de sus cuatro hijos quiso ser policía desde niño y estudiar una carrera para seguir formándose. Y agrega que es un hombre entregado a su institución, a su familia y a la comunidad.

Por eso, él mismo se ocupó de pintar el CAI de La Sierra, donde trabajaba, para dejarlo bonito en una comuna con fama de conflictiva –acompaña el relato con las fotos del antes y el después–, y también es la razón de que una líder barrial presentara una declaración jurada ensalzando su labor con los niños.

“Los jueces no conocieron lo que hacía mi hijo en la comunidad, ni la declaración de esa señora, ni otras cosas. El abogado no presentó nada”, indica con los ojos aguados, sin asomo de rencor.

Han conversado en privado con la víctima, con su familia, con fiscales, procuradores y un largo etcétera. La mayoría, incluidos los afectados, consideran inocentes a sus hijos. Pero nada más fácil que meter a todos los policías en un mismo costal dado el creciente desprestigio de una institución que rueda hacia el abismo.

Las dos confían en que la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema revise todo el material probatorio, apenas esbozado en esta columna.“¿Con qué cara voy a pelear si una sabe que su hijo es culpable? Peleamos porque sabemos que son inocentes”, exclaman a coro las cuchas.

Noticias relacionadas

Noticias Destacadas