
OPINIÓN
Libertad de expresión y libertad de prensa: no son lo mismo
La libertad de expresión es de todos. La libertad de prensa, no.
En América Latina, muchos confunden los derechos con las inmunidades.
Y pocas veces esa confusión es tan peligrosa como cuando se habla de libertad de expresión y libertad de prensa.
La primera es un derecho humano universal. La segunda, un ejercicio profesional que, como toda profesión, debe regirse por principios, ética y responsabilidad. Pero hoy, en nombre de la “prensa libre”, hay quienes exigen un cheque en blanco para mentir, calumniar y manipular sin consecuencias. Y lo peor: se indignan cuando alguien les pide que, al menos, presenten pruebas.
La libertad de expresión es de todos. La libertad de prensa, no. Y cuando esta última se usa como escudo para proteger intereses privados o manipular la opinión pública, el debate democrático muere… y nace la desinformación organizada.
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Lo dejó claro la Corte Interamericana en el caso Kimel vs. Argentina: el periodista debe tener garantías, sí. Pero también debe responder cuando su trabajo daña. Porque un micrófono no otorga inmunidad. Y difamar no es opinar: es delito.
Veamos el contraste
México ha visto morir a más de 150 periodistas en las últimas dos décadas.
Y en Colombia, solo en 2023, fueron asesinados al menos dos periodistas por causas asociadas a su labor, según la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP). Además, más de 400 comunicadores tienen esquemas de protección activa del Estado. ¿Qué incluye ese “kit de prensa”? Micrófono, chaleco antibalas, camioneta blindada y la bendición de la mamá.
Así se ejerce el periodismo en Colombia: como deporte extremo.
Y, sin embargo, algunos medios, incluso en ese contexto de riesgo real, se prestan al juego de la victimización política. Si se les exige rigor, gritan “censura”. Si se les pide pruebas, lloran “ataque a la prensa”. Y si no reciben pauta oficial, declaran “la muerte del periodismo independiente”.
Ahora miremos a El Salvador, bajo el gobierno del presidente Nayib Bukele.
¿Cuántos periodistas han sido encarcelados por su trabajo? Cero.
¿Cuántas redacciones han sido allanadas? Ninguna.
¿Algún medio cerrado por criticar al presidente? Jamás.
Pero hay una regla clara que todo periodista honesto debería aplaudir:
si vas a acusar, trae evidencia.
El periodismo no es licencia para difamar o entrevistar difamadores. Y eso, por supuesto, incomoda a quienes antes dictaban sin ser cuestionados.
Aquí, lo que se protege como piedra angular del Estado democrático es la libertad de expresión. La de todos. La que se vive en redes sociales, en la esquina, en el bus o en la panadería. La que permite amar u odiar al presidente, apoyar al gobierno o hacerle oposición, sin que nadie vaya preso por decirlo.
El verdadero problema no es la falta de libertad. Es la pérdida de poder de algunos medios.
Antes eran oráculos intocables. Hoy son una voz más entre millones. Y eso les duele.
Porque ya no dictan agenda: compiten.
Porque ya no censuran: los contradicen.
Porque ya no representan a todos: apenas a sí mismos.
En Colombia, la paradoja es escalofriante: se asesina al periodista que informa con rigor y se protege al que desinforma con poder. Se escolta al reportero y se premia al extorsionista. La prensa honesta sobrevive a pulso, mientras la mercenaria, con “influencer a bordo”, vive del escándalo y la pauta.
Entonces no. No es lo mismo.
La libertad de prensa sin ética es licencia para mentir.
Y ningún país que se respete puede permitir eso.
¿Quieres defender la libertad? Perfecto.
Pero empieza por distinguirla del privilegio.
Porque sin responsabilidad, toda libertad se vuelve trampa.