Opinión
Los hipócritas de la paz
Así como hay mercaderes de la muerte, hay mercaderes de la paz.
Qué duro y áspero es el camino que tiene la paz para ser una realidad en nuestro país. Sobre ella, sobre la paz, se ha hablado tanto, se han hecho estudios y diagnósticos de todo tipo y desde todas las orillas ideológicas.
Entre tantas posiciones, la manera como se ha de llegar a ella también está sufriendo el síndrome de la polarización, y en virtud de esas posiciones diametralmente opuestas para hacerla real para los colombianos, surgen quienes se aprovechan de esa marea agitada de las opiniones, pues el oportunismo no solo gira en torno de la guerra, sino que también se observa alrededor de la paz. Así como hay mercaderes de la muerte, hay mercaderes de la paz y les aseguro que estos últimos son más nocivos que los primeros. Qué peligroso es cuando a la paz se le mira con sesgos ideológicos, es utilizada como un medio y no se le considera como un propósito final.
Durante años, desde sectores de la izquierda, se señaló a la institucionalidad, especialmente a la Fuerza Pública, de fomentar “la guerra” para justificar los recursos que se invertían en ella, y algunos, más osados, sugerían que con ella se garantizaba la supervivencia de los militares. Qué lejos están de conocer el sentir y la misionalidad de soldados y de policías; qué lejos están de entender que la razón de ser de soldados y de policías no es la guerra; qué lejos están de entender que la existencia misma de un hombre y de una mujer al servicio de la patria, en la carrera de las armas, es la paz y que toda su preparación, entrenamiento y capacitación están orientados a garantizarla, aun si para lograrlo es necesario ir a la guerra, cuando por los fracasos de la política se ha vulnerado o está en grave peligro.
Qué difícil es llevarles este mensaje a los colombianos, especialmente a los jóvenes, cuando los espacios académicos casi siempre se les cierran a los militares y policías, mientras que —por su parte— la única voz que escuchan es la de quienes por décadas llenaron de terror los campos y las ciudades, y lo hacen con tal propiedad, pues saben que en el escenario difícilmente encontrarán un interlocutor que cuestione su verdad o al menos ofrezca otra versión, para que cada uno construya su propia opinión de la tragedia que ha vivido y sigue viviendo nuestra nación.
Esto tampoco ha sido casual, pues desde hace muchos años se ha venido aplicando el concepto de la desmilitarización de la sociedad, concepto nacido desde el seno de las estructuras de los grupos terroristas y replicado por algunos personajes de la política nacional en su afán de buscar el distanciamiento, la fractura afectiva entre el pueblo y sus militares. En virtud de lo anterior, las izadas de bandera en los colegios, las jornadas de apoyo al desarrollo, programas de integración, entre otras muchas actividades que fomentaban la integración entre la comunidad y su Fuerza Pública, se han venido prohibiendo a lo largo de estos años. En ese sentido, se ha querido mostrar a militares y policías como los villanos de la historia mientras los que asesinaron, secuestraron y cometieron cualquier variedad de delitos son mostrados como gestores de paz y se les ofrece todo tipo de garantías y privilegios.
Lo anterior resulta paradójico cuando cada año son miles los colombianos que salen de las filas de la Fuerza Pública para regresar como ciudadanos —plenos de derechos y deberes— a la comunidad de la cual se desprendieron un día para renunciar a todo por servir a sus compatriotas, como lo hacen los mejores hijos de la patria. Hoy la sociedad colombiana está pletórica de hombres y mujeres con experiencias, con amplios conocimientos, valiosos para la construcción de la paz en las ciudades y en los territorios, pero deben enfrentarse a los mercaderes, a los hipócritas de la paz, quienes vestidos con chalecos de organizaciones no gubernamentales, y otros dentro de la burocracia estatal, se arropan con el manto de los derechos humanos, y a la vez que pregonan la tolerancia y el diálogo, siembran odios y rencores, ven enemigos en quienes no piensan como ellos; miran a los veteranos y miembros de la reserva activa con el mismo sentimiento como los veían cuando estaban en filas: con desprecio y mucho resentimiento.
Los hipócritas de la paz la han venido instrumentalizando desde hace muchos años, aprovechando la apertura que los diferentes gobiernos han propiciado, dentro de esa genuina intención de buscar todos los mecanismos que permita lograr la convivencia pacífica en medio de tanto conflicto que caracteriza a nuestro país.
Los hipócritas de la paz saben aprovechar toda la oferta económica, que desde el orden nacional y aun desde el internacional, se extiende para apoyar los esfuerzos que se puedan hacer en tal sentido. Ellos saben que un buen relato, que una narrativa construida desde eventos ciertos, pero con cifras manipuladas, capta la atención de algún sector de la población, normalmente afectado por el suceso eje de la narrativa, y eso es rentable para ellos. El hecho de que Colombia supere todos los conflictos y alcance la esquiva armonía constituye un peligro para su supervivencia. Qué coincidencia que el Gobierno de Estados Unidos hoy tiene en revisión los apoyos que por décadas ha venido suministrando a una gran cantidad de organizaciones que, disfrazadas con la máscara de la paz, han venido socavando la institucionalidad y poniendo en riesgo la democracia, no solo en Colombia, también en varios países de Latinoamérica.
Llama la atención que mientras este gobierno, abiertamente de izquierda, expide la Ley 2272 de 2022 —en la que se propone lograr la paz total, definiéndola como una política de Estado abierta, amplia, participativa, incluyente, integral y fundamentada en el diálogo, en la que también se abren espacios a los territorios golpeados por la violencia—, los hipócritas de la paz eleven su voz de protesta porque los gobiernos departamentales y los municipales acuden a la experiencia de militares y de policías para que los acompañen en el esfuerzo por buscar la armonía del orden ciudadano y también el orden público, en una clara manifestación de exclusión y de discriminación, como es evidente con el reciente nombramiento del señor general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda, excomandante del Ejército Nacional, como asesor de seguridad de la Gobernación del Tolima; hombre que por más de cuatro décadas sirvió a la nación acumulando una enorme experiencia en el trabajo interagencial y coordinado, como así lo exige hoy el esfuerzo de la paz.
Es claro que aquellos que han manifestado su abierto desacuerdo con el nombramiento están parados en la orilla opuesta del sentir del general Zapateiro, pues los hipócritas de la paz piensan que tiene la posesión absoluta de ella y solo quienes piensan dentro de los parámetros de su misma ideología son los únicos que pueden o deben hacer el esfuerzo por alcanzarla. Lo curioso es que mientras su preocupación se centra en impedir que el oficial acompañe a la gobernadora en esa titánica tarea de lograr el control del orden público en su departamento, ellos, los hipócritas, callan ante las decenas de miles de desplazados y los brotes sostenidos de violencia que viven las otras regiones, seguramente esperando que el Tolima grande alcance también niveles similares a los de esas tragedias. No manifiestan objeción alguna cuando delincuentes, con muchos procesos encima sobre hechos comprobados, son nombrados como gestores de paz. Pienso que los demás mandatarios deberían considerar contar con la asesoría de quienes por años enfrentaron a los criminales para recomponer la paz perdida en los territorios; los alcaldes y los gobernadores deben acercarse a sus veteranos y a sus reservas activas y aprovechar ese gran activo social de la nación.
La misma ley de la paz total indica que es necesario el trabajo integrado con los líderes, y en ese entendido no se excluye a los veteranos y a los miembros de la reserva activa; por el contrario, hace una invitación abierta para que con ellos se construyan escenarios de participación, pues son amplios conocedores de los problemas de las comunidades y precisamente han sido ellos, los miembros de la Fuerza Pública, quienes han luchado por los derechos de las comunidades en la mayoría de las regiones donde el Estado no ha hecho una presencia efectiva. Evidentemente, ese es el temor de los hipócritas de la paz: que este nuevo rol de los veteranos vuelva a recomponer el tejido afectivo entre la comunidad y su Fuerza Pública, afecto que los mercaderes de la muerte siempre han querido destruir.