Margarita Ortega Columna Semana

Opinión

Nadie me advirtió sobre la mediana edad

Nadie me dijo que viviría un periodo de transición entre ser un adulto joven y un adulto mayor y que, en ese periodo, la mediana edad, existiría un yo que, como en la primera adolescencia, tendría que experimentar.

Margarita Ortega
21 de junio de 2025

Hay un día cualquiera, c u a l q u i e r a, en el que algo te atraviesa. No es una epifanía, ni una revelación mística. Es algo, simplemente, sutil.

Uno está buscando sus gafas, recetadas para la recién adquirida presbicia y luego de unos cuantos, pero eternos, minutos de insoportable neblina mental, las encuentra en la cabeza. En otro momento del día, uno abre la nevera y se le olvida para qué lo hizo. Esta vez, el truco de intentar recordar el camino previo a la cocina resulta inútil.

Aparece entonces la sensación de que algo cambió, no se sabe muy bien qué es, pero sí hay algo diferente.

Esta mañana intenté entrar en un pantalón que hasta hace menos de un mes me quedaba perfecto. Honestamente, he preferido no vivir la batalla entre la tela y mi piel así que, otra vez, vuelvo al viejo confiable que me puse hace unos días.

Puedo contar tres noches sin dormir esta semana, pero tengo un logro por el que me resulta imposible no darme unas buenas palmaditas en la espalda: llevo dos días sin llorar. Cabe anotar que, durante esas 48 horas, inesperadamente y sin razón alguna, uno de mis pies decidió bailotear cada vez que estoy sentada, en una inercia que me provoca una angustia atroz por saber lo bien que le va con su vida propia.

Esta nueva sensación, que ubico en la descripción que he leído sobre la ansiedad, aparece sin preguntar y me deja pendiente de otros hilos de pensamiento, de nuevas secuencias, sin lógica, con poco autocontrol. Estoy en clase de química. He perdido la concentración.

Algo es nuevo, algo se movió por dentro, es un hecho. Al comienzo todo es tan novedoso y a la vez tan aterrador y luego, simplemente, está ahí y uno sabe que no hay vuelta atrás. Aparecen entonces una amalgama de sentimientos que uno quisiera saltarse, pero que resultan imposibles de evadir. No es tristeza, ni nostalgia, hay miedo, pero no es paralizante. Es como si ahora y luego de toda tu historia contada y recontada una y mil veces para sanar tus propias heridas, todas las que se te puedan cruzar desde los siglos de los siglos, en un insolente rebote emocional te hubiera caído encima el peso de una humanidad que no sabías que te pertenecía.

De pronto, te das cuenta de que hay un cuerpo nuevo que llevaba mucho tiempo tocando la puerta de la razón y que no sabías cómo dejarlo entrar porque nadie te advirtió que esto algún día pasaría. Es decir, nadie me dijo que viviría un periodo de transición entre ser un adulto joven y un adulto mayor y que, en ese periodo, la mediana edad, existiría un yo que, como en la primera adolescencia, tendría que experimentar todo un universo de hormonas que sin previo aviso instalaron un parque de diversiones en un cuerpo que antes me resultaba conocido y que ahora es el blanco de sus pervertidas montañas rusas emocionales.

Nadie nos contó de esto y quiero protestar: ¿cómo hicieron quienes ya pasaron por aquí, sin ningún tipo de linterna?, ¿qué clase de lugar es este en el que todos los días adquiero una nueva habilidad mientras despido otra? Escucharme a veces no es suficiente, aferrarme a lo conocido ya no vale la pena; de nuevo adolezco, de nuevo estoy viviendo una metamorfosis, la de la mediana edad.

Hubo diagnósticos médicos para la perimenopausia, luego de indagar y sacar con ganzúa información a cuánto profesional de la salud pude consultar. Y sí, también hubo un resultado de laboratorio, de todas maneras, de que las cosas son como son y hay que decirlas, fue una revelación sin juegos pirotécnicos: ya no soy joven… pero tampoco soy vieja.

Otra vez en el limbo. ¡Qué cosa eres, querida vida! Otra vez me plantaste por aquí, en un territorio sin mapa. Esta vez no hay unos padres a cargo y el colegio es una sociedad desde la cual se te observa con una mezcla de indiferencia, incomprensión, chistes flojos y desdén. Porque siendo honesta, ser mujer y tener más de 50 años en este mundo es como haber firmado un contrato para desaparecer en cámara lenta. Sí, por muy siglo XXI y mucho que se hable de inclusión, equidad e igualdad, eso, para nosotras -las mujeres que comienzan la franja de la mediana edad a los 40 o que, como yo, cruzamos la cincuentena-, no existe y en este punto que se pringue quien quiera.

La publicidad no sabe dónde ponernos, los médicos no saben qué hacer con nosotras, los amantes nuevamente no saben cómo amar, nosotras no sabemos dónde instalarnos y todavía a alguna, por ahí, se le ocurre decir que por encima de todo lo que quiere es envejecer con dignidad. ¿Con cuál dignidad? Porque la tuya no es igual a la mía y del espíritu del que yo provengo, a veces tu dignidad me parece insoportable, como insoportables son los sofocos, otros tantos prejuicios, los amores frustrados, el nido vacío, los sueños no encontrados y la ahora inevitable carrera contra el tiempo.

Me pasó que un día de esos, en los que el vago recuerdo de la adolescente no sanada me embargó, en este cuerpo que cada vez muestra nuevos síntomas de transformación, me vi al espejo para reconocerme en esa otra, en mi nuevo yo de la crisálida y, con todo y lo crueles que pueden ser los espejos, me vi tal como estoy, tal como soy: cíclica, contradictoria, incómoda, luminosa, oscura, cínica, frágil, poderosa, llorona, divertida, humana.

Me vi descaradamente, sin mis propios filtros, sin el maquillaje emocional de la complacencia, sin los tacones del deber ser. Fue aterrador, no voy a mentir, porque crecer bajo la autoexigencia de ser perfecta, coherente, bonita, inteligente, ejemplar, inspiradora, todo al tiempo, mientras vas bien peinada, te vuelve una experta en negarte, y negarse es un deporte olímpico que las mujeres aprendemos a practicar desde niñas. Nos negamos el descanso, el deseo, el error, el llanto, el placer, el pedir ayuda, el derecho a sentirnos perdidas, a saber que no podemos con todo, nos negamos la sinceridad de simplemente existir sin culpa.

¿Cómo se te alcanza a ocurrir estar perdida a los 50? Con los hijos criados, las facturas pagadas, los matrimonios fracasados, los orgasmos fingidos, las dietas fallidas, los currículos impresionantes y ese montón de logros alcanzados... ¿cómo vas a estar perdida?

Pude hablarme al espejo y me rendí. Pude mirarme a los ojos y decirme, mandando al carajo cualquier tipo de frase motivacional: lo estoy, estoy perdida. ¡Qué gran alivio! Qué libertad sentir que no tengo todo resuelto y que nada me obliga a ello. Esta vez, estoy tan perdida que por fin quiero encontrarme.

Cuando finalmente entras en el túnel de la mediana edad, viendo cómo va evolucionando tu propia gestación, sin saber en qué momento te darás a luz, uno se vuelve presa del desconcierto y sobre todo de la desinformación. Como antes de esta generación de la que soy parte nadie hablaba abiertamente de temas como la menopausia, por decir lo menos, hay cosas que se desconocen por simple cultura porque -insisto- hay espacios socioculturales en los que, por más 2025 que sea, ufanarnos es solo una farsa; a nivel mental y emocional seguimos habitando el siglo XIV y continuamos perpetuando consideraciones sociales que ya deberían haber salido de nuestro sistema.

Para las mujeres de más de 40, 50 y 60 años es como si en adelante solo quedaran el silencio, los pañales y las cremas antiarrugas. Para ser una buena mujer, tanto durante la Inquisición como en tiempos de la inteligencia artificial, hay que olvidarse del sexo, de la aventura, de un mundo por descubrir, de los nuevos amores, de la curiosidad, de los pequeños placeres, de seguir aprendiendo, de la libertad, del goce y, con poco maquillaje, hacer de cuenta que no nos importa la vida de la vecina, que decidió seguir sintiéndose viva, que se ha dedicado a ser feliz y que, además -ignominia-, usa botox que paga con su propio dinero… mujerzuela, irá al infierno.

Para muchas de nosotras, por suerte, esa no es la opción, definitivamente no. Descubrí que la menopausia es el inicio de una hermosa rebelión personal. Es el momento en el que el cuerpo ya no pide permiso para cambiar y el alma, por fin, empieza a hablar sin censura. He podido darme cuenta de que no soy, sino que voy siendo y que hay versiones anteriores de mí a las que solo puedo darles las gracias, pero a las que no me interesa regresar. Soy mi consciente adolescente de 52 y quiero darme todo el tiempo necesario, esta vez, para verme abrir mis nuevas alas.

Soy la Margarita que ya no quiere deshojarse o que teme decir lo que piensa, que para su bien,duda de casi todo, que quiere enamorarse otra vez, pero sin perderse así misma, porque extrañarse y recuperarse es un ejercicio largo, tedioso y devastador.

Soy la que quiere viajar sola, tomar café amargo, aprender a respirar y a veces llorar por nada o reírse de todo. Porque este cuerpo mío, que ya no ovula, pero sí vibra, que jamás ha dejado de sentir, se ha vuelto territorio sagrado. Aunque tenga tres discos menos en la columna y pierda, cada tanto, las llaves del carro, por fin comprendí que la felicidad es mi paz, mi calma, mi tranquilidad, mi espacio, mi yo, para mí. ¿Divino egoísmo -que nos empaquetan en píldoras de amor propio para que podamos sentirnos políticamente correctos-, dónde estuviste toda mi vida?

Nadie me preparó para sentir al tiempo tantas cosas que son bonitas y que me habían narrado como cuentos de terror. Acaricio mi soledad como si fuera un gato que por fin se dejó coger; acojo mis cicatrices con ternura; puedo decir no sé, sin vergüenza, y en especial puedo perdonarme por solo haber hecho lo que pude. Me materno, voy aprendiendo.

Vivo mi renacer con la convicción de que lo humano también es inmensamente sagrado y lo humano es todo eso que antes me enseñaron a ocultar: la tristeza, la duda, el miedo, mi vulnerabilidad, mi historia.

En esta hermosísima crisálida que es la mediana edad, he aprendido a sentarme con mis demonios. A hacer las paces con mi sombra. A ver la rabia, no como una enemiga, sino como una mensajera. He aprendido a escucharme y a tener confianza en mí, a poner límites y a reírme como nunca de mí misma, sobre todo con gratitud. He dejado de buscar la aprobación de los otros como si fuera oxígeno. He dejado de pedir permiso para existir. He soltado, me han soltado y lo he entendido.

Aunque a veces me sienta débil, como percepción desconocida, paradójicamente también me siento más fuerte. Porque me he caído mil veces y, aún así, aquí estoy, con las rodillas peladas, pero el corazón dispuesto.

Me niego a tratarme y a dejar que me traten como una versión en rebaja de lo que soy. Soy una señora, sí, pero sobre todo soy fuego lento. No exploto como antes, pero ardo más profundo. No quiero encajar, quiero expandirme. No quiero agradar, quiero ser y sé que eso incomoda, pero siempre se han incomodado porque he sido, así que ahora solo es incomodar con canas.

En una sociedad que infantiliza a las mujeres, ser una mujer de 52 años plena, pensante, deseante y en transición es un acto de rebeldía y, ¿acaso no es para eso la adolescencia?

Ya no estoy para complacer. Estoy para vivir, para equivocarme, para amar como me dé la gana, para tener orgasmos sinceros, conversaciones incómodas, amistades profundas y silencios reparadores. Estoy para mí, para mis libros, para mis errores, para mi proceso, para mis mascotas, para mi verdad y siempre estaré para mis hijos.

Tomar la decisión de reescribirme es un enorme acto de valentía, pero lo asumo porque he decidido creer en la promesa dulce y brutal de un futuro que no me exige juventud, sino presencia. Yo no sé qué vendrá. No sé cuántos años me quedan ni qué me dolerá mañana. Pero sé que, mientras respire, este cuerpo mío, que ya no sangra pero sí siente, será mi templo y mi revolución. Claro, tengo miedo, pero por lo menos ahora siento por mí el afecto y la compasión que no me tuve a los 30.

¿A qué era que venía?

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