Sergio Arenas, Columna Semana

Opinión

Para Petro somos usuarios, no clientes

Colombia debe decidir qué quiere ser: una nación de usuarios que esperan o una de ciudadanos que eligen.

Sergio Arenas
24 de octubre de 2025

Entrar a un aeropuerto es una experiencia reveladora sobre cómo funciona el poder. Desde el momento en que cruzas la puerta principal, te conviertes en un sospechoso. No importa si pagaste el tiquete, si llegaste puntual o si tu único delito es querer viajar: pasas por detectores, te revisan el equipaje, te piden quitarte los zapatos, mostrar documentos, abrir la maleta y demostrar que no representas una amenaza. En ese lugar, la presunción de inocencia desaparece y eres culpable hasta que demuestres lo contrario.

Este ejemplo —que resonó en el Congreso Camacol 2025 durante la intervención de Antonini de Jiménez— no solo aplica a los aeropuertos: también retrata la lógica que domina hoy la política colombiana. Para el Estado, y especialmente para el presidente Gustavo Petro, los ciudadanos no son personas libres que eligen, sino usuarios que obedecen. En el modelo del aeropuerto, el poder no confía: controla. Y bajo ese mismo principio se gobierna hoy Colombia.

Ahora, pensemos en el escenario contrario: un centro comercial. Allí nadie te exige quitarte los zapatos ni mostrar papeles. Entras porque quieres, eliges porque puedes y, si algo no te gusta, te vas. Allí no hay imposición, hay elección. En ese espacio, el cliente tiene poder. Si un restaurante falla, no vuelves. Si una marca te engaña, la castigas con tu decisión. El empresario lo sabe: su supervivencia depende de la confianza, no del decreto.

La diferencia presente en esta analogía —entre quien controla y quien confía— también separa los modelos de gobierno de un país. En uno, el ciudadano es un usuario bajo sospecha permanente; en el otro, un cliente con dignidad. Petro encarna la lógica del aeropuerto: vigilancia, controles, subsidios condicionados, desconfianza hacia quien produce y culto a quien reparte. El empresariado, en cambio, encarna la lógica del cliente libre: libertad, competencia, innovación y mérito.

Pero esa libertad hoy paga un precio alto. El gobierno de Petro ha configurado un entorno que muchos empresarios consideran asfixiante. La reforma tributaria de 2025 buscó recaudar 26,3 billones de pesos, elevando la carga sobre empresas y altos ingresos, reduciendo liquidez e inversión. A eso se sumó el anticipo del recaudo fiscal de 2026 y el cobro de 9,4 billones a Ecopetrol —con posibilidad de ampliarse a 21 billones— que golpeó al sector energético. Los nuevos impuestos a bebidas azucaradas y ultraprocesados afectaron a la industria de consumo masivo y a los restaurantes.

En el frente laboral, los costos crecieron: recargos nocturnos desde las 7 de la noche, dominicales al 80 %, predominio de contratos indefinidos y aumentos del salario mínimo que presionan la nómina. El intento de imponer una consulta popular laboral sin aprobación legislativa sembró inseguridad jurídica. En el ámbito energético, los decretos que obligan a vender el 95 % de la energía a largo plazo redujeron la flexibilidad del mercado, y la eliminación de subsidios a combustibles disparó los precios del transporte y la logística.

En materia comercial, la renegociación del TLC con Estados Unidos, la volatilidad arancelaria —del 40 % a confecciones en 2022 y eliminación de aranceles a insumos en 2025—, las restricciones a exportaciones y los nuevos aranceles ambientales incrementaron la incertidumbre. A ello se suman la propuesta de una asamblea constituyente, que los gremios califican como una amenaza al orden institucional, y los choques verbales del propio presidente, que ha llamado a los empresarios “vampiros” y “enemigos del cambio”.

La inseguridad completa el cuadro: un 32 % de las empresas reporta afectaciones por violencia, y un 64,6 % ha tenido que elevar sus gastos en seguridad privada. La polarización política, los cambios constantes de ministros y la caída de la inversión extranjera —25 % en general y 41 % en sectores no minero-energéticos— refuerzan la sensación de deriva.

En conjunto, el panorama económico revela un país que funciona como un aeropuerto extendido: controles por todas partes, desconfianza institucional, papeleo infinito y un poder que trata al productor como sospechoso permanente. Las reformas tributarias exprimen, las laborales encarecen, las energéticas restringen, las comerciales confunden. Cada medida parece partir de la misma premisa: que el empresario es culpable hasta que demuestre su inocencia. El resultado es un país menos competitivo, menos atractivo para invertir y más dependiente del Estado. Un país donde producir se castiga y esperar se premia.

Y aun así, los empresarios siguen ahí. Siguen madrugando, creando empleo, sosteniendo la economía real que el poder mira con recelo. No hacen política, pero sostienen la democracia con su trabajo. Cada inversión, cada empleo y cada innovación son actos silenciosos de libertad. Esa libertad que no se decreta, sino que se ejerce.

Por eso el verdadero enemigo del político que vive del control no es el rico, sino el libre. Porque una sociedad de hombres libres no necesita salvadores. El discurso del “Estado justo” encubre la servidumbre más antigua: la del agradecido. Y un país de agradecidos nunca será un país de ciudadanos.

Colombia debe decidir qué quiere ser: una nación de usuarios que esperan o una de ciudadanos que eligen. Petro ofrece la docilidad del usuario; los empresarios, la dignidad del cliente. La diferencia no es semántica, es estructural. Mientras la política fabrica dependencia, la empresa construye libertad.

No necesitamos redentores que nos prometan igualdad a cambio de obediencia. Necesitamos ciudadanos que se atrevan a decidir sin miedo. Porque donde hay empresarios, hay libertad; donde hay libertad, hay democracia. Todo lo demás.

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