En el transcurso del año 2013, en uno de los tantos espacios académicos que se desarrollan dentro del pénsum de la Escuela Superior de Guerra, se analizaron bajo la monitoria de la Universidad de Oslo, aspectos relacionados con un horizonte de paz para Colombia, después de décadas de conflicto armado. Uno de los temas tratados, fue el costo de la paz, el precio que se debía pagar por ella. Para ese momento, la nación acababa de conocer que el hermano del presidente Santos, en secreto, había estado haciendo acercamientos con las Farc.
Lejos estábamos de imaginar, los aspirantes a generales y almirantes de ese momento, que materializar un acuerdo de paz con una organización criminal, permeada desde hace mucho por las economías ilícitas y con la pérdida absoluta de sus principios ideológicos, pasaría una enorme cuenta de cobro a quienes desde el servicio a la patria impidieron que los irregulares tomaran el control de la nación por vía de las armas. Pensábamos, en ese entonces, que lo ocurrido a militares en otros países, donde se firmaron acuerdos de paz con grupos insurgentes o donde se hicieron transiciones de dictaduras a democracias libres, no les pasaría a los de nuestra Colombia.
Restablecida la democracia en Argentina en 1985, se iniciaron los juicios a los militares por los delitos cometidos durante la dictadura. En 1990 se expidió una ley de amnistía, pero esta se deroga para continuar con la persecución a los uniformados. Paralelamente, en Chile, tras la salida del gobierno del General Pinochet en 1990, se creó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, para investigar las violaciones a los derechos humanos, llevando a juicio a militares por crímenes de lesa humanidad. Antes, en Uruguay, los militares también habían enfrentado procesos de juicio por iguales crímenes, a pesar de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que fue expedida para protegerlos.
Cuando se mira la suerte de los militares tras procesos de paz con grupos armados insurgentes, El Salvador es una referencia obligada, pues el modelo aplicado en Colombia es casi el mismo. A comienzos de la década de los años 90, ese país culminó un proceso exitoso para acabar con el conflicto interno.
Los acuerdos plantearon una reducción de las Fuerzas Armadas, una depuración interna, la desmilitarización de la Policía y la creación de una Comisión de la Verdad, la cual investigaría los abusos ocurridos durante los años del conflicto, como antesala al establecimiento de una justicia transicional.
Por su parte, a los insurgentes, se les dio tierras y garantías para la participación en política, incluyendo la posibilidad de convertirse en partido político.
En 1993, el gobierno expidió una ley de amnistía, la cual fue declarada inconstitucional en 2019, lo que permitió que se abrieran juicios a los militares.
La anterior sinopsis hace recordar un viejo dicho que reza: “En tiempos de guerra y necesidad, el soldado es respetado y Dios es amado. En tiempos de paz, el soldado es despreciado y Dios es olvidado”. Esta frase encierra una realidad en la que hoy viven los viejos soldados y refleja el gran temor de quienes hoy le sirven al país, desde cualquiera de las ramas de la Fuerza Pública. Es desconcertante ver cómo la sociedad aclama y reclama la presencia de sus soldados y policías cuando se sienten amenazados, pero tienden a olvidarlos, a despreciarlos y hasta juzgarlos una vez que se recupera la paz o la normalidad. Entristece el alma, al ver cómo el sacrificio de los mejores hijos de la nación, ese que se hace en los mayores momentos de dificultad de la patria, son suplantados rápidamente por los intereses de la política.
Hace unos pocos días, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), esa que nació a la luz del “mejor acuerdo posible” de Santos, imputó cargos a 21 militares por hechos ocurridos en el Urabá colombiano entre 1986 y el 2016, en el marco del caso 04. Hace poco había hecho lo mismo contra 30 militares, por eventos en el departamento del Meta, y por esa misma fecha, lo hizo con 35 más, por hechos investigados en Antioquia. La lista de militares llamados por la JEP sigue creciendo y esa jurisdicción muestra con orgullo las estadísticas, las que muestran cómo crecen exponencialmente las cifras de los miembros de la Fuerza Pública que se acogen a ella. El vincular a generales es el mayor trofeo para esa jurisdicción especial.
El magistrado, Alejandro Ramelli, el pasado mes de noviembre, anunciaba que 5.069 miembros de la Fuerza Pública aparecen como comparecientes en la JEP y para una persona que enfáticamente critica que se hable de cifras, las expuso con mucho detalle, tratándose de militares y de policías. La realidad muestra que a lo largo de los años de funcionamiento de esa jurisdicción, existe una gran desconfianza por parte de militares y de policías, tanto retirados como en servicio activo, sobre la forma como la JEP busca satisfacer los derechos de las víctimas a la justicia, encontrar la “verdad” para contribuir a su reparación, en esa intención de construir una paz estable y duradera.
La Corte Constitucional aclaró con suficiencia, que la participación de los miembros de la Fuerza Pública en la justicia especial es voluntaria; pero quienes por algún motivo son nombrados, por cualquiera de los comparecientes, o son señalados por al menos por una de las tantas víctimas reales o de oportunidad, reconocidas como tales, o según la misma entidad deban ser vinculados a algunos de los casos, deben someterse al juego del “con cara gana la JEP, con sello pierdo yo”, pues las alternativas son igual de perversas y la gran mayoría eligen la opción de menor impacto.
Para los comparecientes de la Fuerza Pública, hablar de su inocencia es exponerse al alto riesgo de ser expulsado del sistema, remitido a la justicia ordinaria, en donde deberá enfrentar un proceso largo y muy costoso, en medio de la indiferencia institucional y social. A la JEP solo le sirven los comparecientes que acepten su responsabilidad, así no la tengan, pues eso alimenta sus estadísticas, esos números que tanto incomodan a los magistrados, cuando se les critica la falta de rigor técnico con las que las definen.
No pretendo, de ninguna manera, insinuar que no existen responsabilidades en la comisión de delitos por parte de algunos miembros de la Fuerza Pública durante las décadas de un conflicto que aún no termina, y concuerdo con el sentir del universo de los militares retirados, que aquellos que les fallaron a la institución y a la patria, deben asumir sus culpas, ante ese tribunal especial o ante la justicia ordinaria.
Pero es perverso escuchar de los comparecientes que “prefiero ser un culpable libre, que un inocente preso”, lo que lleva a cuestionar a hasta donde será consistente la verdad que está construyendo la JEP y ese cuestionamiento es congruente con el que en su momento se le hizo al informe de la Comisión de la Verdad.
Adoptar posturas como la del Coronel Publio Hernán Mejía Gutiérrez, la de mantener por encima de cualquier riesgo jurídico su honor y su dignidad de persona, de soldado de la Patria, sin aceptar responsabilidad alguna por lo que se le ha imputado, es perder los beneficios que esa jurisdicción ofrece. Y la verdad es que muy pocos militares están dispuestos a asumir tal riesgo.
Cuando presté mi servicio militar, incluso en mis primeros años de mi carrera al servicio de la patria, iniciando los años 80, muy poco o nada se hablaba de derechos humanos y menos de derecho internacional humanitario (DIH).
Nuestras bases de respeto y de honor se basaron en la observancia debida de la Constitución y de las leyes de la República. El código de honor con el que nos formaron como cadetes marcó definitivamente el proceder de la gran mayoría de los militares, pues los principios de patria, de honor y de lealtad, nos acompañan aún en el retiro, y estoy seguro de que de alguna manera, así como lo hicimos en actividad, seguimos siendo modelos de ciudadanos y respetuosos de la dignidad humana, como lo juramos un día a Dios y a la Patria.
Por lo anterior, cada vez que escucho a un miembro de la JEP exponer sus argumentos, en cada uno de los casos, no veo reflejado en ellos a la institución militar, al Ejército Nacional, en el cual serví por más de tres décadas.
La institución militar, a lo largo de tantos años de conflicto, afrontó escenarios de múltiples y cambiantes complejidades, lo que obligó a que se fueran ajustando sus reglamentos, directivas, programas de instrucción y entrenamiento, así como los programas en las escuelas de formación, precisamente para incorporar en las operaciones, todo aquello que el gobierno en cada momento disponía en su política.
De esa manera, casi al finalizar los años 90, los derechos humanos, el DIH, el derecho operacional, comienzan a ser parte de la doctrina militar.
Definitivamente, enfrentar a los grupos armados desde la majestad del Estado, desde la fuerza legítima de la nación, fue diferente en cada década y por eso asusta que la JEP no valore con real ponderación, así como no lo hizo la Comisión de la Verdad, cada momento histórico de las Fuerzas Militares de Colombia y solo los analice a la luz de lo que hoy comprende el marco jurídico de la nación.
Contrario a lo que afirma la magistrada Nadiezdha Henríquez Chacin, víctima del conflicto, los militares no salieron de manera autónoma al campo a destruir a las Farc, a aniquilarlos de manera total y definitiva, para con esa premisa cometer los crímenes que hoy imputan. La misión constitucional y la asignada por cada gobierno, fue impedir que grupos armados ilegales, organizados para subvertir el orden, se tomaran el poder de la nación y se les confrontó de manera directa, para obligarlos a deponer las armas, se sometieran a los programas de desmovilización o se acogieran a las diferentes propuestas de paz.
En el año 2016 se firmó el texto de acuerdo con esa organización y muchos regresaron a la normalidad de la vida ciudadana; otros llegaron a curules en el Congreso, y algunos lograron cargos administrativos de elección popular o asignados por los gobiernos nacionales y territoriales, entre otros beneficios materiales y económicos.
A los militares se les premió con una medalla, la del “sable de la victoria militar”, por la contribución en la contención de la agresión armada de las Farc y por facilitar que se acogieran a los acuerdos. Nunca se nos advirtió sobre lo que vendría cuando entraran a operar las instancias contempladas en los acuerdos.
La anunciada paz de Santos nunca llegó; las disidencias crecieron, se fortalecieron y el conflicto continúa hasta hoy, con otras dinámicas, con otros actores y con una mayor fortaleza política.
Los que ya estamos en el retiro afrontamos una nueva guerra, una para la cual nunca nos prepararon, la que pensamos que nunca tendríamos que librar de manera personal, individual y en soledad: la jurídica.
Esa medalla de la victoria, la que muchos ni siquiera alcanzaron a lucir en su pecho, se convirtió en derrota. Una derrota moral, donde el honor y la dignidad de soldados, de ciudadanos ejemplares, han sido las primeras víctimas, aunque la JEP otorgue beneficios, estos solo se alcanzan, si se agacha la cabeza y se acepta ser responsable de algo que muchos de los comparecientes no hicieron. Así se pierde una guerra después de haberla ganado. Los militares, ayer victoriosos en el campo de combate, hoy son derrotados en el campo de la deshonra judicial.
Los miembros de la Fuerza Pública, que hoy enfrentan a todos los hijos del mejor acuerdo posible y los que nacieron aprovechando los vacíos en el control territorial por parte del Estado, esperan que de materializarse futuras negociaciones, sean vistos como la respuesta legítima de la nación y no como causa del conflicto, como ha sido hasta ahora, y que su victoria militar no se traduzca en derrota frente a un nuevo tribunal “especial” como lo es hoy. Mientras tanto, la percepción es que evitar combatir es el mayor blindaje jurídico que pueden tener, para que el costo de la paz no sea tan alto para cada uno de ellos. Honor y gloria a los más de 506.532 miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional, así como a sus familias, que han sido reconocidas como víctimas del conflicto.






