
OPINIÓN
Plan pistola: la punta del iceberg del Clan del Golfo
No podemos acostumbrarnos a esta barbarie. No podemos permitir que el asesinato de nuestros héroes se normalice.
El reciente resurgimiento del llamado plan pistola —la emboscada sistemática a policías y soldados— es mucho más que una serie de crímenes atroces: es la confirmación del poder impune del Clan del Golfo, la organización criminal más poderosa, sofisticada y expansiva del país. Enfrentamos una estructura que no solo controla territorios, sino que ha demostrado una brutal capacidad de adaptación, inteligencia y violencia.
Esta banda, también conocida como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) —un desafortunado nombre para esta empresa criminal—, nació del reciclaje del paramilitarismo tras la desmovilización de las AUC en Santa Fe de Ralito. Su evolución no ha sido improvisada. Figuras como Don Mario y los hermanos Úsuga —entre ellos Otoniel, hoy capturado— sentaron las bases de un modelo criminal que delinque bajo una lógica empresarial y militar al mismo tiempo.
Lejos del esquema piramidal clásico, como sucede con algunas guerrillas, el Clan del Golfo delinque mediante anillos descentralizados, lo que le ha permitido mantener la continuidad de su negocio ilícito pese a la caída de sus principales cabecillas. Hoy está al frente alias Chiquito Malo, con igual o mayor poder que sus antecesores.
El corazón del problema no ha cambiado: las rentas del narcotráfico, la extorsión, la minería ilegal y todo tipo de contrabando siguen siendo su combustible. Lo que sí ha mutado es su capacidad para delinquir con mayor eficiencia y sofisticación. En lugar de debilitarse, se ha transformado en una maquinaria de guerra con tentáculos políticos, financieros y sociales. Según cifras de la Fundación Ideas para la Paz, podrían contar con entre 6.000 y 13.000 combatientes, muchos de ellos exguerrilleros o desmovilizados, entrenados y bien armados. Actúan, además, como cartel transnacional, con presuntos vínculos con el cartel de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación. En algunas zonas, incluso prestan servicios de seguridad a terratenientes.
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En territorios como Urabá, el Bajo Cauca, La Guajira o el sur de Bolívar, entre otros, han instaurado una gobernanza criminal que sustituye al Estado: cobran extorsiones, controlan alcaldías mediante intimidación o cooptación, ejecutan obras, imponen normas y ejercen un poder efectivo, aunque ilegítimo. Delinquen como una Dian paralela en zonas donde el Estado brilla por su ausencia o por su complicidad.
El portafolio del Clan es diverso y multimillonario: se estima al menos en 4.400 millones de dólares anuales por narcotráfico, otros 2.400 millones por minería ilegal, 57 millones por tráfico de migrantes, y cifras incalculables por extorsión, contrabando y microtráfico. A eso se suma una red de informantes que hace casi imposible que algo ocurra en sus zonas sin su conocimiento o autorización.
El intento del Gobierno Petro de vincular al Clan del Golfo a la paz total fue otro error estratégico, sin sustento jurídico ni resultados concretos. Este grupo criminal tampoco busca someterse, sino ganar tiempo y afianzar su poder. No es un actor político, sino una estructura mafiosa sin motivaciones ideológicas. En las condiciones actuales, no tienen incentivo alguno para abandonar sus millonarios negocios ilícitos.
El terrible plan pistola del Clan del Golfo no es una simple retaliación: se trata de una estrategia sistemática de terror e intimidación, diseñada para afianzar su control territorial y enviar un mensaje de poder, pagando por el asesinato como en las peores épocas de Pablo Escobar. En lo que va del año, al menos 31 miembros de la Fuerza Pública han sido asesinados, muchos de ellos en emboscadas cobardes que evidencian una planificación meticulosa y un desprecio absoluto por la vida humana.
Estos asesinatos a quemarropa no pueden reducirse a simples estadísticas: son vidas truncadas de hombres y mujeres que sirven a la nación con valor, muchas veces en condiciones adversas, cumpliendo con honor su juramento a la patria. Las regiones más afectadas por esta ofensiva criminal se concentran en varios departamentos del país, entre ellos Antioquia, Córdoba, Bolívar, Atlántico, Norte de Santander, Cauca, Valle del Cauca, Cesar y Magdalena, donde la violencia contra los uniformados se ha intensificado de manera alarmante.
Nuestros héroes merecen más que homenajes simbólicos; merecen respaldo real, contundente y sostenido del Estado. Este plan criminal no es un hecho aislado: es la prueba inequívoca de que estamos enfrentando a la banda delincuencial más poderosa del país. Frente a esta amenaza, la respuesta no puede seguir siendo improvisada ni retórica. Se requieren medidas extremas de seguridad, incremento de las capacidades de inteligencia, pago de recompensas y el apoyo decidido de la comunidad para alertar de forma inmediata cualquier movimiento sospechoso.
A corto plazo se requiere una estrategia integral: militarmente, recuperar la iniciativa con inteligencia precisa, tecnología avanzada, respaldo jurídico y una mayor capacidad operativa en los territorios clave. Políticamente, es urgente auditar la contratación en municipios cooptados e intervenir administraciones infiltradas. Económicamente, hay que cortar sus fuentes de financiación atacando el narcotráfico, la minería ilegal y el lavado de activos, al tiempo que se invierte en salud, educación, infraestructura y empleo en las regiones bajo su dominio, para restarles base social.
Negociar sin haberlos debilitado primero —como ocurre con la actual paz total— es entregarse al crimen. Solo cuando mantenerse al margen de la ley les resulte insostenible, la negociación podrá ser una herramienta válida.
No podemos acostumbrarnos a esta barbarie. No podemos permitir que el asesinato de nuestros héroes se normalice, mientras el gobierno se distrae en disputas estériles con el Congreso, gestos simbólicos con espadas, discursos vacíos o llamados recurrentes a la insurrección popular. Es hora de actuar con determinación. El Estado debe dejar de improvisar y responder con todo el peso de la ley y la fuerza de sus instituciones. Porque, si el Clan del Golfo es hoy la organización criminal más poderosa del país, es también porque durante demasiado tiempo se le ha subestimado y se ha permitido su crecimiento con inacción y ambigüedad.