
Opinión
Presidente Petro en cadena nacional: sin gobierno y en confrontación permanente
Las intervenciones del presidente Gustavo Petro, transmitidas en horario triple A, han perdido el rigor técnico.
Durante décadas, las alocuciones presidenciales en Colombia estuvieron reservadas para momentos de verdadera trascendencia nacional: emergencias, decisiones de alto nivel o rendiciones de cuentas al país. Eran espacios solemnes, donde el jefe de Estado, con responsabilidad y mesura, se dirigía a la ciudadanía para informar sobre asuntos de interés general.
Las intervenciones del presidente Gustavo Petro, transmitidas en horario triple A, han perdido el rigor técnico, la sobriedad institucional y el carácter informativo que deberían tener. No se trata solo de una cuestión de forma, sino de fondo: el presidente ha utilizado de forma reiterada el espectro electromagnético —reconocido como bien público estratégico por la Ley 1341 de 2009— para tratar de imponer su narrativa ideológica. Esto ha generado un creciente malestar entre los televidentes, que esperan ese horario para disfrutar de sus programas habituales y, en su lugar, se ven expuestos a mensajes cargados de populismo y señalamientos.
Lejos de ofrecer mensajes de aliento o dirección, el presidente recurre a intervenciones saturadas de referencias filosóficas forzadas, lecciones de historia reinterpretadas a su conveniencia y metáforas abstractas que, en lugar de aportar profundidad, se alejan de la realidad concreta del país. Da la impresión de que, para él, la historia de Colombia —e incluso la del mundo— comienza con su mandato, desplazando los referentes institucionales. Esta narrativa desconectada no solo profundiza la confusión, sino que agrava aún más la ya deteriorada imagen de su gobierno.
En lugar de inspirar esperanza, sus intervenciones proyectan un tono sombrío, marcado por el resentimiento y la amenaza. Más que un jefe de Estado convocando a la unidad y a la acción colectiva, se percibe a un actor en permanente confrontación: con su equipo, con los medios, con las instituciones e, incluso, con la ciudadanía. Esa narrativa negativa, sin propuestas concretas ni un horizonte viable, refuerza la percepción de un liderazgo ensimismado y desconectado.
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Especialmente desafortunada resulta la tendencia del mandatario a exponer públicamente a sus colaboradores, señalando errores, expresando decepciones o insinuando incapacidades en escenarios que deberían proyectar cohesión, liderazgo y dirección estratégica.
En lo que va del gobierno, se han registrado cerca de 55 cambios ministeriales y más de 127 rotaciones en viceministerios y altos cargos del Ejecutivo, lo que constituye un récord de inestabilidad institucional. Solo entre enero y julio de 2025 salieron ministros clave, incluidos los titulares de Cultura, Ambiente, Interior, Defensa, Justicia, Salud y Relaciones Exteriores, además de múltiples relevos en entidades estratégicas como el ICBF, el DPS y la DIAN [La Silla Vacía, mayo de 2025]. Como si fuera poco, el presidente ha anunciado nuevamente cambios radicales en su gabinete. Estos constantes desaciertos son justificados bajo el discurso del “gobierno del cambio”, cuando en realidad lo que revelan es improvisación, desconfianza interna y una preocupante incapacidad para consolidar una administración eficaz.
La consecuencia directa de esta inestabilidad es el estancamiento de las políticas públicas. El Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026 presenta un retraso superior al 60 % en sus metas estratégicas, según el informe del DNP de junio de 2025. Reformas estructurales como las de salud, educación o transición energética permanecen sin avances sustantivos, en medio de pugnas internas, descoordinación técnica y desconexión con el Congreso y los entes territoriales.
A esta situación se suma la creciente fractura entre el presidente y su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez. Lo que debió ser una dupla complementaria, se ha convertido en un símbolo de división institucional. Mientras el presidente defiende una visión centralista, la vicepresidenta trata de impulsar una agenda de justicia étnica y autonomía territorial. Su exclusión de los Consejos de Ministros, tras denunciar un gabinete “centralista, machista y clasista”, refleja una ruptura interna que debilita aún más la imagen de un gobierno articulado, especialmente cuando se insiste desde la propia Presidencia con expresiones que han sido interpretadas como racistas.
En medio de esta confrontación interna, el gobierno ha desaprovechado una oportunidad histórica para reivindicar a los sectores más olvidados del país. La llegada de una lideresa afrodescendiente generó, en su momento, una expectativa legítima de representación real, inclusión social y visibilización de comunidades históricamente excluidas. Sin embargo, su papel ha sido progresivamente relegado por decisiones políticas que han marginado su voz en los espacios de deliberación institucional. En un país atravesado por profundas tensiones sociales, sería fundamental que la vicepresidenta asumiera una postura clara y participara activamente en los debates nacionales, especialmente en aquellos temas sensibles que afectan directamente a las poblaciones que dice representar.
La reciente alocución presidencial del 15 de julio encendió aún más las alarmas. Fue la confirmación del estilo que caracteriza al presidente Petro: grandilocuente en las formas, confrontacional en el tono y vacío en los contenidos. En lugar de asumir responsabilidades por el evidente deterioro institucional, económico y social del país, el mandatario optó —una vez más— por culpar a su propio gabinete y sembrar más incertidumbre. Señaló, culpó, amenazó; desplegó, en suma, un repertorio de agravios que ya resulta repetitivo y estéril. Ni una autocrítica, ni una hoja de ruta concreta, ni una solución efectiva a los males que él mismo ha exacerbado. Petro habla mucho, pero dice poco.
En la milicia existe un principio que resume con claridad esta situación: “Cuando los soldados no saben qué hacer, el responsable es el comandante”. En un régimen presidencialista como el colombiano, la responsabilidad política recae fundamentalmente sobre el jefe de Estado. Su incapacidad para consolidar un equipo competente, su desprecio por el consenso técnico y su tendencia a utilizar la comunicación oficial como instrumento de presión ideológica, han debilitado gravemente el ejercicio del gobierno.
Colombia no necesita más discursos improvisados ni cadenas presidenciales convertidas en vitrinas de confrontación. Lo que el país exige es liderazgo serio, institucional y orientado a resultados verificables. La estabilidad democrática y el desarrollo económico no se construyen con propaganda, sino con dirección estratégica, respeto por las instituciones y un ejercicio responsable del poder.