Jorge Enrique Vélez, columnista invitado

Opinión

Profesión en peligro

En Colombia, ser opositor al actual Gobierno implica también confrontar a las organizaciones narcotraficantes que, según las propias palabras del presidente, se esconden detrás de estructuras ilegales como las disidencias o el ELN.

Jorge Enrique Vélez
25 de junio de 2025

Los colombianos seguimos lamentando profundamente lo ocurrido con el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, quien hoy lucha por su vida tras un atentado que, a todas luces, parecería motivado únicamente por su postura crítica frente al Gobierno del presidente Gustavo Petro. Y es que, en Colombia, ser opositor al actual Gobierno implica también confrontar a las organizaciones narcotraficantes que, según las propias palabras del presidente, se esconden detrás de estructuras ilegales como las disidencias o el ELN.

No se trata de una interpretación aislada. Cuando un periodista le preguntó al presidente Petro si en el país aún existía la guerrilla, en el marco del proceso de paz que adelanta con los grupos armados dentro de su política de paz total, la respuesta fue contundente y preocupante: “En Colombia no hay guerrilla; lo que hay es narcotráfico arropado en esas organizaciones”.

Estas declaraciones dejan en evidencia una realidad que no puede ignorarse: el poder que hoy tienen los grupos narcotraficantes en nuestro territorio y la forma en que se articulan, incluso, con iniciativas del gobierno nacional. Por eso, y con base en las primeras hipótesis que manejan organismos como la Fiscalía General de la Nación y la Policía Nacional, todo indica que detrás del atentado contra Miguel Uribe podría estar una de las estructuras criminales que han sido legitimadas, de alguna forma, dentro de la estrategia oficial de negociación con actores armados.

Volvamos a otra de las desafortunadas declaraciones del presidente Gustavo Petro, pronunciada la semana pasada, cuando afirmó que detrás del atentado contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay estaba el microtráfico de Bogotá. Son pocas las ocasiones en las que coincido, al menos parcialmente, con el presidente de los colombianos, pero en este caso tiene razón: las investigaciones hasta ahora señalan que fueron estructuras del microtráfico capitalino las responsables del atentado.

Sin embargo, una verdad a medias puede convertirse en una gran mentira. El presidente omitió un hecho crucial: esas organizaciones de microtráfico hacen parte de redes de narcotráfico que hoy están siendo legitimadas a través de los procesos de negociación con el Gobierno, bajo la política de la llamada paz total. Esto ratifica la veracidad del informe emitido por el canal Caracol, según el cual existen vínculos entre estructuras criminales urbanas y las negociaciones que se adelantan desde el Ejecutivo.

Es importante recordar que, en múltiples ciudades del país, el Gobierno ha iniciado conversaciones con organizaciones delincuenciales urbanas que controlan territorios y las denominadas ollas del microtráfico. Bajo el pretexto de procesos de convivencia y desarme, muchas de estas estructuras han sido incorporadas a las mesas de diálogo, y tienen un claro interés en que dicho proceso se mantenga. Su continuidad, entonces, depende de que el actual proyecto político del gobierno se prolongue en el próximo cuatrienio, pues solo así se garantizaría la implementación plena de la paz total.

En ese contexto, resulta indispensable que cualquier ciudadano, partido político, gremio empresarial o medio de comunicación que exprese una postura crítica u opositora, cuente con las garantías necesarias en un Estado de derecho. Lamentablemente, en Colombia ser opositor al actual gobierno se ha convertido en una profesión de alto riesgo. El atentado contra Miguel Uribe —como probablemente confirmarán las investigaciones—, así como las amenazas y ataques contra otros opositores en los últimos meses, son evidencia de ello.

Aún más preocupante es el hecho de que esas amenazas no provienen únicamente de actores armados al margen de la ley. Muchos opositores han denunciado persecuciones provenientes del mismo Estado. Políticos, periodistas, empresarios y líderes sociales han revelado públicamente cómo se les han desmantelado esquemas de seguridad, a pesar de estar bajo riesgo. Algunos empresarios, incluso, han denunciado seguimientos y presiones indebidas por parte de entidades estatales, que obstaculizan el desarrollo libre de sus actividades económicas.

Todo esto configura un panorama alarmante. Cuando el Estado no garantiza la vida, la libertad y la seguridad de quienes piensan distinto, deja de ser plenamente democrático. El deber del Gobierno no es silenciar a la oposición, sino protegerla. Y esa responsabilidad hoy, infortunadamente, está siendo incumplida.

Muchos advertimos, antes de la elección del actual Gobierno, que Colombia corría el riesgo de seguir los pasos de Venezuela. Hoy, lamentablemente, los hechos nos están dando la razón. Esta comparación no es un lugar común, especialmente si nos centramos en el trato que el “gobierno del cambio” le ha dado a la oposición. Cada día se asemeja más al modelo autoritario de Nicolás Maduro: persecución, estigmatización y ausencia de garantías para quienes piensan distinto.

Ser opositor en Colombia se ha convertido, como ya ocurre en Venezuela, en una profesión peligrosa. La institucionalidad no está garantizando la protección de quienes ejercen su derecho legítimo a disentir, y las consecuencias ya se están sintiendo, con una preocupación creciente sobre lo que puede ocurrir en el último año de este mandato.

Para el presidente y su círculo de poder, la oposición representa una amenaza directa a su proyecto político. Por eso, la respuesta ha sido una persecución implacable, sin tregua, contra cualquier persona u organización que cuestione su manera de gobernar. La falta de garantías no es solo institucional, sino también en materia de seguridad: los candidatos y líderes opositores —así como sus familias— están cada vez más expuestos a riesgos.

El caso del senador Miguel Uribe Turbay es un ejemplo doloroso. A pesar de las alertas sobre su seguridad, el gobierno no actuó con la diligencia que le correspondía. Esa omisión, que no puede considerarse inocente, terminó con un atentado que pudo evitarse. La falta de protección estatal no es solo negligencia: es una forma de silenciar.

Más grave aún es que nuestra democracia se encuentra hoy condicionada por organizaciones guerrilleras y narcotraficantes que, bajo el paraguas de la paz total, han sido legitimadas y fortalecidas. Estas estructuras no están interesadas en la reconciliación nacional, sino en preservar sus rentas ilegales, y saben que con este gobierno tienen las garantías para seguir operando. Por eso, harán todo lo posible para evitar que la oposición —que representa a la mayoría de los colombianos— recupere el poder y desmonte sus privilegios.

El problema no es la paz como ideal, sino la manera en que se ha entendido. La política de la paz total parte del supuesto de que la única forma de enfrentar el conflicto es mediante el diálogo y la negociación, incluso con estructuras que no representan ningún interés legítimo. Mientras tanto, quienes creemos en el orden institucional, en la justicia y en el respeto a las víctimas, somos tratados como enemigos.

Como bien lo dijo el profesor Gaona en un debate con el entonces designado ministro de Justicia, Eduardo Montealegre: “Permítame recordarle que lo que usted llama bloqueo institucional, la ciencia política y el derecho constitucional en el mundo lo llama oposición. Y permítame recordarle que la oposición es el precio que se paga por vivir en democracia”.

Cuando un Gobierno no ofrece garantías reales a su oposición, no estamos ante una democracia funcional. Estamos, en cambio, ante un modelo autoritario que convierte la actividad política en una profesión peligrosa. Y esa es, tristemente, la Colombia que hoy estamos viviendo.

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