OPINIÓN
Revoluciones sin reversa
Qué tanto se han alimentado una revolución con la otra, es una pregunta que deben estar respondiendo los investigadores sociales. Lo cierto es que en todos los estratos y en todos los espacios, en todos los países, incluso en los regímenes más misóginos, hay al menos una mujer alzando la voz por el derecho a ser tratada en igualdad de condiciones.
La masificación del acceso a la tecnología de las comunicaciones es la gran revolución que marca el tiempo en el que nos tocó vivir, el del cambio drástico en la manera como nos relacionamos, hablamos y convivimos entre seres humanos. Es la gran revolución global, la que nadie puede negar por más tradicionalista o retrógrado que sea y de la que nadie quiere, ni puede, abstraerse. Estamos pegados a la pantalla, por ahí transcurren las emociones y los problemas, las alegrías, las indignaciones y las decisiones de todo tipo. En lo que va corrido de este siglo, la conectividad ya se convirtió en un servicio de primera necesidad.
Si de revoluciones hablamos, esta rompió el molde estrecho de la teoría política clásica que entendía las revoluciones como movimientos de la base que le dan un giro radical a la sociedad, y alcanzó desde arriba una cobertura jamás soñada ni por el más delirante de los barbudos con un fusil al hombro autoproclamado revolucionario. Las tecnologías de la comunicación lograron imbuirnos en un universo nuevo que no pedimos pero llegó, lo aceptamos con euforia y entramos en él, sin reversa.
Pero esta no es la única revolución triunfante en estos tiempos. De manera simultánea con ese gran giro planetario ocurrido en los últimos 20 años, un cambio cultural de inmensas proporciones, surgido de la entraña misma de la sociedad, ha ido permeando todas las estructuras del poder, las relaciones entre la gente y la manera como nos entendemos unos con otros. A diferencia de las tecnologías de la comunicación, a las que unánime e indiscriminadamente todos rendimos devoción, esta vuelta profunda en la cultura tiene muchos detractores que insisten, aquí y allá, en mantener murallas para impedir el avance de las fuerzas insurgentes, las que se alzan para imponer un nuevo orden. Es la revolución de la igualdad de las mujeres.
Qué tanto se han alimentado una revolución con la otra, es una pregunta que deben estar respondiendo los investigadores sociales. Lo cierto es que en todos los estratos y en todos los espacios, en todos los países, incluso en los regímenes más misóginos, hay al menos una mujer alzando la voz por el derecho a ser tratada en igualdad de condiciones, peleando contra el abuso, el acoso, la discriminación o el maltrato. Como consecuencia de esa lucha se han adoptado leyes de paridad y prohibiciones explícitas a las conductas que vulneran la integridad de las mujeres. Que ya no se puede ni hacer un piropo, dicen los opositores más sutiles al nuevo régimen que la revolución de las mujeres ha ganado. ¿Qué parte de la revolución no han entendido? La primera regla del nuevo sistema es que el cuerpo de las mujeres no es de nadie más que suyo propio, no está para la diversión ni la incitación de nadie a menos que por voluntad lo ponga en manos de quien ella decida. Sin embargo, todavía es una lucha diaria recordarle al mundo algo tan simple como que el cuerpo de las mujeres está hecho para lo que a ella se le venga en gana hacer con él.
Como toda revolución, la de las mujeres ha creado con éxito, en los últimos años, unas agendas políticas y mediáticas de las que cada vez es más difícil abstraerse. Incluso las logias y los clanes más cerrados han tenido que abrir las puertas a mujeres que han ganado a pulso su lugar, creando en este proceso la necesidad de que se asuma de otra manera la masculinidad, se acojan los nuevos roles sociales compartidos y se mire a los ojos a las mujeres, como iguales, como pares.
Esta revolución está formando nuevos seres humanos, hombres y mujeres que ya no debaten los roles porque nacen en un mundo en el que cada vez es más obvia la igualdad de género. Nosotros, los adultos de hoy, hemos tenido que cambiar el chip porque fuimos criados en una sociedad que permitía los chistes de mal gusto, la estigmatización o el manoseo por cuenta de los roles asignados, por eso el tránsito para erradicar estos comportamientos sigue siendo penoso, costoso y difícil.
Como simples ejemplos, las agendas electorales están salpicadas de maltratos familiares que los votantes castigan, los programas de futuros gobernantes no pueden desconocer la realidad de las mujeres y las empresas, y las organizaciones están obligadas a adoptar códigos de convivencia que erradiquen cualquier forma de acoso sexual. Así que quedan avisados candidatos, gobernantes o directores, las medidas que garantizan una igualdad real no son opcionales ni son prebendas que les se hacen a las mujeres. Son la implementación de esta revolución pacífica y categórica que, como la tecnológica, tampoco tiene reversa.