
Opinión
Rosas, petunias, margaritas… Siemprevivas
Durante años, vivimos atrapados y adiestrados en la vitrina de los demás.
Y finalmente uno deja de empinarse para mirar por encima de la cerca. Deja de preguntarse por qué el jardín del vecino florece más rápido, por qué su pasto se ve más verde o por qué sus flores parecen no marchitarse nunca.
Sin aviso, sin banda sonora de fondo, sin una epifanía cinematográfica, uno entiende que el jardín que importa es el propio, toda una vida para ese y los siguientes instantes de plenitud. Aparece la certeza de que lo que florece del otro lado del muro no nos pertenece y que mientras el mundo insiste en distraernos admirando el paisaje ajeno, el de uno se seca, se empolva, se olvida.
La mediana edad tiene esa maravillosa tentación de devolverte al terreno fértil de tu propia vida. No es gratuito, es carísimo, requiere esfuerzo, introspección y duele, inevitablemente, pero es conmovedoramente gratificante. Por fin, ya no se trata de competir, sino de comprender. Ya no hay que alcanzar un estándar invisible, sino encontrar el propio, se trata de entender que la comparación es el herbicida de la alegría.
Durante años vivimos atrapados y adiestrados en la vitrina de los demás: la carrera al estrellato, la familia perfecta, el cuerpo tonificado, los viajes soñados, los hijos ejemplares, el amor eterno, la casa con vista al mar, pero en la mitad de la vida, cuando ya has coleccionado suficientes derrotas, aplazamientos y victorias, descubres que la felicidad no se compra, ni se copia: se cultiva y cada quien lo hace con su método, su ritmo, su tierra y su clima emocional. ¡Algún derecho personal, adquirido por experiencia, tendrá que ser apropiado! Aunque uno lleve años surfeando el mar embravecido, nunca es tarde para hacer la tarea con mayor sentido y con buena visión.
La búsqueda se simplifica, esperaría uno que por sabiduría más que por cansancio, y se deja de estar detrás de todo lo que brilla, porque entendemos que mucho de lo que brilla está en venta.
El foco cambia, pasamos de querer tenerlo todo a querer estar bien y eso es una revolución interior que transforma con perfecta imperfección, y así, con sutil belleza, cada minuto de nuestra existencia. La percepción se agudiza hacia la paz interior y esa estadía en el paraíso es un verdadero destello en la oscuridad. Se van los momentos prestados. Finalmente, el propósito no es la recreación de una poesía inentendible, vale la pena quedarse y verse envejecer. El estándar de felicidad que aparece en los comerciales se diluye, se puede llorar en las películas sin la nostalgia por lo que nunca se hará realidad y se hace preciso reconocer que la única obligación es la de cuidar del jardín del alma, a nuestro modo, con nuestras manos y nuestras herramientas, con toda nuestra historia.
Entonces, mientras aparecen las canas y se está perdido, pero profundamente decidido, es cuando uno se atreve, se envalentona y decide redefinir lo que significa el éxito.
Porque, hay que decirlo, el éxito no siempre tiene música, ni foto en Instagram. El éxito y la felicidad, en lo que a la verdad conciernen, puede oler a café recién hecho, a cama destendida, a ducha caliente, a sopa de tomate, a la alegría de tu perro, a contestar un mensaje sin enojo, a caminar tres cuadras sin destino, sin razón, a recordar un número de teléfono sin abrir el celular, a tener la suficiente paciencia para no discutir con alguien que claramente no entiende y no, no va a entender, a poder decir ‘no quiero’ sin culpa… El éxito se convierte en el ejercicio de mirar la vida a la cara sin dejar de tener curiosidad por ella, de disfrutar de esas cosas que a los 20 parecían insignificantes y que después de los 40 y, aún más, luego de los 50, son hitos, porque detrás de cada pequeño logro, de cada revelación, aparece la brisa de años de aprendizaje, cansancio, discernimiento y reconocimiento personal.
Y sí, uno empieza a sentirse una obra de arte, no por perfecta, sino por única. Cada pincelada del tiempo, cada decisión, aunque uno pueda hacer un museo con sus malas decisiones, cada trazo de carácter, cada pérdida, una nueva capa de profundidad, cada intento fallido, son un milagro, un recordatorio de que la vida no se deja domar, pero sí se deja abrazar y que, a su manera, tan inquietante, extravagante, colorida, peculiar y significativa, siempre, siempre nos abraza, nos sostiene con generosidad e infinita y, a veces, cruel, pero bonita, porque es así, dulzura.
En la mediana edad ya no queremos la vida de nadie más. Queremos la nuestra, pero más real, más sentida y eso exige jardinería emocional: arar el terreno, quitar lasmalas hierbas, reconocer lo que ya no florece, plantar lo que queremos ver crecer, abandonar la semilla que jamás germinará, cosechar a tiempo y siempre volver a empezar. No todo brota en el mismo momento, ni cuando uno quiere, ni todo lo que florece se queda o tiene sentido inmediato; pero todo enseña, todo es una brújula que mejora su versión con los años y cada instante es el eco de todas las veces que sobrevivimos. Esa brújula cargada de instinto o si se quiere de intuición, es la sensatez de quien se conoce lo suficiente como para confiar en su propio juicio y en la lectura que se puede y debe hacer de las señales del camino. Por eso, cuando dejas de mirar el jardín del vecino, el ruido del mundo se apaga y empieza a escucharse lo que verdaderamente importa: tu ritmo, tu respiración, tu sentido existencial.
La sociedad te venderá siempre una felicidad empaquetada en promesas que no son tuyas y si algo enseña la madurez es a decir: ‘no, gracias’, porque no todo lo que seduce es destino y no toda meta ajena merece tu esfuerzo. A veces, el éxito más rotundo es tener el coraje de no competir, de quedarte quieta en tu jardín, con las manos llenas de tierra y el alma rebosante de gratitud.
Sí, la mediana edad es el momento perfecto para hacerse preguntas de fondo en la carrera larga: ¿cuál es mi felicidad?, ¿dónde florezco?, ¿qué quiero seguir regando y qué debo podar?
Con los años he aprendido que el éxito no está en alcanzar el mismo Everest de todos, sino en quedarme en el lugar en el que florezco que, aunque sea pequeño, es mío. Cuando al final del día me siento frente a mi jardín, ese que tiene flores torcidas, hojas comidas por el tiempo y algunas raíces obstinadas, quiero reconocer en él todo aquello por lo que di cada una de mis batallas, incluso las silenciosas, las mentales y las que tocaron con la punta de una pluma afilada lo más profundo de mi ser; quiero ver caer la tarde contemplando la belleza de lo auténtico, la plenitud de haber vivido sin rendirme, la ternura de saberme suficiente y el asombro de seguir floreciendo, aunque el calendario diga que ya no es tiempo. Soy libre.