
Opinión
Santos, el ‘nobelbrecht’ de la traición
Juan Manuel Santos es la encarnación misma de la hipocresía, protegido por la impunidad que él mismo construyó.
En Colombia la corrupción no se castiga, se celebra. Lo premian con un Nobel por una falsa paz que pasó por encima de la voluntad popular, al imponer un plebiscito que perdió en las urnas; lo aplauden en auditorios internacionales, y lo autorizan a escribir la historia, como si fuera un héroe. Cuando, en realidad, fue el autor intelectual de uno de los engaños más costosos que enfrenta hoy el país. Juan Manuel Santos es la encarnación misma de la hipocresía, protegido por la impunidad que él mismo construyó; el hombre que convirtió la mentira en virtud, la corrupción en bandera de redención y la traición en política de Estado.
Durante años nos dijeron que el caso Odebrecht no tocaba a Santos, que era cosa de subalternos descarriados, de administradores y congresistas sin rumbo. Pero los hechos muestran otra cosa. Su gerente de campaña, Roberto Prieto, fue sancionado e inhabilitado por 12 años por entregar informes falsos al Consejo Nacional Electoral y ocultar aportes de Odebrecht. Fue él quien firmó contratos con la firma Paddington Ventures, una fachada financiada con los mismos recursos que la constructora brasileña repartía a cambio de favores. Bernardo ‘Ñoño’ Elías, condenado por cohecho y tráfico de influencias, confesó que ese dinero tenía destino político: la reelección de Santos. Otto Bula, otro de los emisarios del engranaje, fue acusado de facilitar contratos amañados para la Ruta del Sol.
Roberto Prieto se inmoló. Se echó la culpa de todo lo relacionado con Odebrecht tratando de salvar a Santos de cualquier responsabilidad, insistiendo en que el entonces presidente no sabía de la entrada de esos dineros a la campaña. Pagó una condena de cinco años mientras Juan Manuel Santos sigue impune, protegido por el escudo invisible de su Nobel y el silencio cómplice de una justicia selectiva. Todos los caminos llevan al mismo punto, una campaña plagada de irregularidades que se maquilló de transparente y terminó en Oslo con un aplauso que aún huele a Odebrecht.
El Nobel de la Paz fue el blindaje perfecto. Con ese trofeo en la mano, Santos se presentó como el salvador de un país cansado de la guerra, cuando en realidad estaba abriendo las puertas a una entrega sin condiciones a las FARC. Lo que vendió como reconciliación fue un negocio político, un pacto de élites del poder y la insurgencia, una transacción disfrazada de paz. Hoy los resultados saltan a la vista: un país ahogado entre la coca y la violencia, un Estado infiltrado por estructuras criminales y un Congreso que recibe con honores a quienes ayer empuñaban fusiles.
Santos traicionó a Álvaro Uribe, el hombre que lo llevó al poder. Usó su nombre, su legado y su bandera de seguridad democrática para ganarse su confianza y la del pueblo, y una vez instalado en el Palacio le dio la espalda sin titubear, llamando a Hugo Chávez, su “nuevo mejor amigo”, y luego nombrando al narcodictador Nicolás Maduro como garante del proceso de ‘paz’. Negoció con los mismos que durante años habían desangrado a Colombia, aquellos que Uribe enfrentó con determinación y con todo el poder del Estado. Traicionó a su mentor y a los colombianos. Les prometió la paz, pero nos dejó una guerra reciclada, con los narcoterroristas de las FARC con poder político, partido y justicia propia (JEP), dejando intacto su brazo armado en el monte y más hectáreas de coca sembradas que nunca.
Y como si no fuera suficiente, el sátrapa traidor también es responsable de haber revivido a un muerto político, Gustavo Petro. Cuando la Procuraduría destituyó al entonces alcalde de Bogotá e impuso una inhabilidad de 15 años para ejercer cargos públicos, fue Santos quien intervino para resucitarlo políticamente. Lo sacó del abismo y lo vistió de mártir, en una jugada calculada en la que, sin decirlo abiertamente, lo mostró al mundo como ‘víctima de una persecución’. En su discurso tras la reelección de 2014, el vende patria agradeció públicamente el apoyo de Petro, sellando la alianza que allanó el camino del poder a la extrema izquierda que hoy destruye al país.
Ese ‘favor’ terminó convertido en una tragedia, un exguerrillero cómplice de la narcodictadura venezolana sentado en la Presidencia, con las instituciones asfixiadas, muchos de los órganos de control arrodillados y los aliados del narcoterrorismo de las FARC instalados en cargos de poder, creyéndose adalides de la moral. Una cúpula impune que pontifica sobre ética mientras el país se hunde en la inflación, la inseguridad y el dominio del narcotráfico que Santos prometió acabar y terminó fortaleciendo.
Este no solo pactó con los criminales, pactó con la historia para reescribirla a su conveniencia. Se vendió como estadista cuando en realidad fue el arquitecto de la entrega de la patria al socialismo del siglo XXI y que hoy padecemos. La impunidad de Odebrecht fue solo la antesala de una impunidad más grande, la política. La de un país que se acostumbró a mirar hacia otro lado mientras los responsables escriben libros y dan conferencias sobre liderazgo.
El ‘nobelbrecht’ no es un adjetivo, es el nombre propio de la impunidad más costosa de la historia. Un recordatorio de que la traición puede ser rentable, que la mentira puede ganar premios y que los verdaderos culpables siempre encuentran refugio en los títulos honoríficos. Santos no trajo la paz, trajo la entrega, revivió a los peores y legitimó a los violentos.
Hoy Colombia paga el precio de esa traición, un Nobel que se transformó en ruina, un proceso de paz que se convirtió en el motor del narcotráfico y un país que sigue buscando justicia mientras el responsable posa de sabio en conferencias internacionales. El nobel no tan nobel no fue un hombre de Estado, fue el político que disfrazó la entrega del país de ‘proceso de paz’.
Ñapa: para nadie es un secreto que Santos ayudó a que Petro llegara a la Presidencia. Ahora, a siete meses de las elecciones, reaparece con declaraciones moralistas sobre el caos que él mismo sembró, diciendo que “ni Petro ni Uribe”. El sátrapa que abrió la puerta al populismo ahora pretende presentarse como el salvador de un país que él mismo hundió. ¿A quién le está preparando el terreno esta vez?