
Opinión
Sin cárceles seguras, no hay ciudades seguras
Es un ecosistema casi perfecto.
La seguridad ciudadana comienza tras las rejas. Parece una paradoja, pero no lo es. En un continente donde las prisiones han sido históricamente fábricas de criminales, la diferencia entre un Estado que controla sus cárceles y uno que las deja a la deriva es la diferencia entre una ciudad segura y una que vive bajo la sombra del miedo y la extorsión.
El Salvador: de caos a disciplina, de impunidad a redención
Mientras otros países siguen atrapados en el círculo vicioso del hacinamiento y la violencia carcelaria, El Salvador ha logrado lo impensable: convertir sus centros penitenciarios en verdaderas fábricas de rehabilitación. Con más de 40.000 internos en programas de reinserción, el país ha pasado de la crisis carcelaria a tener la maquila industrial más grande de la región dentro de sus prisiones. Hay cárceles casi autosuficientes, en las que se siembra, se crían animales como pollos, cerdos, ganado y vacas lecheras, se cocina, y los médicos, enfermeros y auxiliares son privados de libertad con capacitación técnica. Es un ecosistema casi perfecto.
Además, los internos fabrican uniformes para todas las escuelas del país, zapatos, libros, pupitres y miles de productos más, contribuyendo a una reparación integral para la sociedad a la que por tanto tiempo hicieron daño. Aquí, la reinserción no es una palabra vacía ni un eslogan de ONG, sino una política de Estado con resultados concretos.
Gracias a la implementación del Plan Cero Ocio, hay programas laborales, educativos y de formación técnica. Los internos trabajan con amor por el país, con el firme propósito de no volver a pisar una cárcel y reinsertarse en la sociedad como ciudadanos productivos. Y no es solo trabajo: por cada día de esfuerzo, reciben hasta tres días de redención de pena, incentivando así su compromiso con una vida diferente.
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Cabe resaltar que este modelo solo aplica para aquellos presos que no son pandilleros, pues estos terroristas no se reinsertarán. Han cometido crímenes atroces, en su mayoría de lesa humanidad: esclavización de mujeres, desapariciones forzadas, desplazamientos, homicidios, secuestros masivos y torturas. Como si fuera poco, son perpetradores de crímenes de odio, asesinando sistemáticamente a personas LGBTQ+. En las pandillas, la homosexualidad está prohibida y se castiga con la muerte. En resumen, han cometido los actos más atroces que puede perpetrar la humanidad.
Los resultados son innegables: mientras en el pasado las pandillas dominaban desde las celdas, hoy las cárceles son centros de orden, control, disciplina y rehabilitación. La criminalidad ha disminuido a niveles históricos, y la ciudadanía ya no vive con el miedo de saber que las órdenes de asesinato y extorsión provienen de una prisión.
Cárceles que producen más crimen del que castigan
El contraste no podría ser más alarmante. En Colombia, las cárceles no son centros de rehabilitación, sino bastiones del crimen organizado. Desde el interior de estos centros penitenciarios se orquesta más del 70 % de las extorsiones que afectan a los ciudadanos de a pie. Las redes de criminales encarcelados han convertido las cárceles en call centers del terror, donde diariamente se realizan miles de llamadas exigiendo dinero a familias vulnerables bajo amenazas de muerte.
Pero la corrupción no se queda ahí. Informes del propio Inpec han documentado lesiones, violaciones y asesinatos dentro de las prisiones. Las bandas criminales gobiernan desde sus celdas, imponiendo su ley con la complicidad de guardias corruptos. En Colombia, no se entra a pagar una condena, sino a conseguir un ascenso en la jerarquía criminal.
¿Dónde está la inversión en rehabilitación? No existe. En su lugar, las cárceles colombianas son territorio de las mafias, donde la autoridad del Estado es apenas un chiste de mal gusto. La corrupción en los centros penitenciarios es tan endémica que los mismos guardias venden privilegios a los criminales: teléfonos, alcohol, drogas, armas y, si el pago es bueno, incluso la posibilidad de salir un rato a delinquir y volver a dormir a la celda como si nada hubiera pasado.
Cuando las cárceles son las que dan las órdenes
En Colombia, la situación es tan grotesca que las órdenes de asesinato no solo provienen de los delincuentes en libertad, sino de los que ya deberían estar pagando por sus crímenes. Un caso reciente estremeció al país: en abril de 2023, desde la cárcel La Picota en Bogotá, se dio la orden para asesinar al fiscal paraguayo Marcelo Pecci, quien estaba de vacaciones en Cartagena. El crimen fue planeado, pagado y ejecutado con total precisión, y todo bajo la sombra de la impunidad que brindan las prisiones corruptas.
Este no es un caso aislado. Decenas de homicidios, extorsiones y secuestros se organizan cada día desde el interior de las cárceles colombianas. Mientras el gobierno “lucha” contra el crimen, los verdaderos capos siguen operando con absoluta tranquilidad desde sus celdas.
Las ciudades pagan el precio de las cárceles corruptas
Las cifras hablan por sí solas. En ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, la delincuencia organizada mantiene su poder gracias a la incapacidad del Estado para cortar los hilos que se tejen desde las cárceles. Las órdenes de asesinato, narcotráfico y extorsión no provienen de las calles, sino de las celdas.
Un informe reciente reveló que, en solo un año, más de 30.000 ciudadanos fueron víctimas de extorsión telefónica dirigida desde prisiones. En Medellín, una de cada cinco empresas ha recibido amenazas de grupos criminales que operan desde centros de reclusión. ¿El resultado? Un país donde el emprendedor es asfixiado por los mismos delincuentes que el Estado dice haber neutralizado.
Sin control penitenciario, no hay seguridad ciudadana
El modelo penitenciario de El Salvador es un caso de éxito en América Latina. Mientras otros países lidian con cárceles que fortalecen a los criminales, El Salvador ha transformado sus prisiones en fábricas de oportunidades. Este es el verdadero significado de la justicia: no solo castigar, sino redimir y transformar.
La diferencia entre un Estado que entiende el problema penitenciario y uno que lo ignora es el nivel de sangre que corre en las calles. Si un gobierno permite que desde sus cárceles se extorsione y asesine, es tan responsable como los criminales mismos. La pregunta es: ¿los países de la región seguirán el ejemplo de El Salvador o seguirán condenando a sus ciudadanos a vivir bajo la dictadura del crimen organizado?
Sin prisiones seguras y productivas, no hay ciudades seguras. Y si hay un país que lo está demostrando, ese es El Salvador.
*Este artículo expresa opiniones del autor y no representa la posición oficial del Gobierno de El Salvador.