JORGE HUMBERTO BOTERO

Opinión

Washington, Beijing, Bogotá

Mira uno lo que sucede y no lo puede creer.

Jorge Humberto Botero
20 de mayo de 2025

En agosto del 2002, el primer gobierno de Álvaro Uribe encontró una realidad que varios gobiernos, a partir del de Virgilio Barco, habían diagnosticado: la precariedad de la oferta exportadora de Colombia, que descansaba, en una proporción importante, en las exportaciones de café, flores y banano, y en las de hidrocarburos y carbón. No han ocurrido cambios sustanciales en esa estructura.

Las exportaciones de bienes manufacturados, que tanto nos interesan como generadores de empleos de buena calidad, eran escasas y se concentraban, en una proporción importante, en Venezuela, que era el destino de algo así como el 20 % de las exportaciones de valor agregado. Para mal de ambos países, el socialismo del siglo XXI —que aquí se llama “progresismo”— destruyó ese mercado.

Desde años atrás, habíamos ingresado a la Organización Mundial de Comercio (OMC), pero esa temprana decisión no había servido para expandir nuestra oferta exportadora, entre otras por una razón poderosa: el marco institucional que ella provee está destinado a establecer reglas de juego claras para la competencia internacional. No para mejorar la posición exportadora de ningún país en particular.

En aquel entonces, se negociaba el Área de Libre Comercio de las Américas (Alca), una propuesta del Gobierno de Estados Unidos a todos los países de la región, salvo Cuba, que pretendía liberar los flujos comerciales entre aquel país y el conjunto de los integrantes de la región, y de estos entre sí.

Se suponía que el Gobierno de la isla tendría que colapsar como consecuencia del embargo que se le impuso hace más de media centuria; los resultados han sido contraproducentes. Washington tendría que tenerlo en cuenta para conjurar el riesgo de que se consoliden regímenes de parecida orientación en la esquina noroccidental de Suramérica…

Pronto entendió el gobierno de Uribe que el Alca estaba llamado a fracasar, en parte por la oposición soterrada de Brasil, que siempre ha querido disputar a Estados Unidos una posición de liderazgo en América Latina, y por la creciente resistencia del Partido Demócrata en ese país.

Una vez se abandonó ese proceso, se abrió una posibilidad para que algunos países pudieran negociar acuerdos con Estados Unidos, tal como lo había logrado México años atrás para regular el enorme comercio transfronterizo. Chile, Perú y Colombia tomaron esa posibilidad y negociaron sus TLC.

No fue tarea sencilla en nuestro caso. Simultáneamente, fue necesario afrontar la inflexibilidad estadounidense y el proverbial proteccionismo que nos caracteriza y que se ha agudizado en este cuatrienio, aunque solo en el plano discursivo. Los resultados, hasta ahora, son mediocres, fundamentalmente porque el país no es competitivo.

No me detendré en esta cuestión. Me limito a señalar que constituye un fardo enorme que el 60 % de los trabajadores sean informales; que los puertos marítimos sean bloqueados con regularidad, empezando por el de Buenaventura, que es el primero de ellos; y que la calidad de la educación básica, sobre todo en el módulo estatal, no progresa al ritmo en que otros países lo hacen.

Por consiguiente, crece la brecha. Ese tratado binacional fue refrendado por los parlamentos de ambos países y, en nuestro caso, por la Corte Constitucional. Que se nos hayan impuesto aranceles con relación a productos que, según ese acuerdo, no los tienen, o que se nos amenace con incrementarlos para sancionarnos por culpas reales o presuntas del gobierno actual, constituyen violaciones del derecho internacional.

Se dice, en no pocos casos con razón, que China, a pesar de ser miembro de la OMC, no cumple los compromisos que esa condición le impone. Así sucede por una razón poderosa. No es una economía de mercado en el sentido que ese concepto tiene en el resto del mundo. Es usual que el Estado subsidie a ciertas empresas y bancos en magnitudes tales que les permiten competir con ventaja en los mercados internacionales.

La fórmula china para salir de este lío ha sido brillante. En vez de embarcarse en estériles disputas en la OMC, una entidad debilitada que ahora Trump quiere aniquilar, ha recuperado un relato poderoso: la Ruta de la Seda, que se comenzó a construir desde la antigüedad precristiana para conectar al Asia con los países del Mediterráneo; declinó después del siglo XV, pero fue durante siglos motor del comercio internacional y fuente de bienestar para muchos pueblos.

Por este motivo, su estrategia primordial se coloca en la construcción y el financiamiento de infraestructura en aquellas regiones a las que quiere acercarse. Y aquí viene el papelón que hace Bogotá. Por supuesto, adherirse a la Ruta de la Seda es una acción que tiene sentido dentro del propósito de abrirnos al mundo; otros países de la región y de África lo han hecho.

Solo que el momento es pésimo, cuando la guerra comercial de Estados Unidos contra China alcanza alturas inéditas, y Trump, en trance maniqueo, está en plan de graduar de enemigo a cualquiera que le dé por dejarse ver por Beijing haciendo alarde de su (supuesto) liderazgo mundial. El lenguaje altivo de Petro no le ayuda con los gringos, mientras que su ideologismo extremo no convence a Xi Jinping. La prueba es que Estados Unidos nos amenazó y China no concedió a Colombia, que sí a otros, la eliminación de visa. Fuimos por lana y salimos trasquilados. La esperanza ahora es que León XIV se convierta en el nuevo mejor amigo de Petro.

Todo este zafarrancho, además, es inútil para profundizar la participación china en obras de infraestructura en nuestro país. Ahí están sus empresas construyendo a buen ritmo el metro de Bogotá, una obra que va a transformar la ciudad. No obstante, es preciso añadir que nada de lo que firmó el presidente en China genera obligaciones al Estado colombiano.

Sus alcances son meramente políticos. Tanto Petro como su discípulo Trump creen que las balanzas comerciales bilaterales deben ser equivalentes. Esta pretensión carece de sentido macroeconómico. Lo que en verdad importa son los desequilibrios de un país con el conjunto de aquellos con los que tiene tráfico comercial. Si el déficit agregado es alto y persistente, se puede producir una crisis en la balanza de pagos.

Alguien (que ya no es Laura) le tendría que informar a nuestro presidente que China y Estados Unidos no nos compran más, no porque no quieran, sino porque no tenemos qué venderles. Esa es la triste situación.

Briznas poéticas. Escribe Piedad Bonnett:

“No hay cicatriz, por brutal que parezca, / que no encierre belleza. / Una historia puntual se cuenta en ella, / algún dolor. Pero también su fin. / Las cicatrices, pues, son las costuras / de la memoria…”.

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