OPINIÓN: OTRA TIERRA
La pantera: una columna de Andrea Mejía
“No vuelvas, y no escribas una sola palabra, hasta que tus ojos no hayan cedido completamente a los movimientos de la pantera, a sus propios ojos, o a su quietud”.
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"Solo que a veces se descorre la cortina de las pupilas / sin ruido. Entonces una imagen entra, / atraviesa la inmovilidad de los miembros tensos, / y en el corazón deja de existir”.
Tal vez por consejo de Rodin, porque fue por ese entonces que se encontraron, Rilke fue al Jardin des Plantes, se quedó horas frente a la jaula de la pantera y escribió el 6 de noviembre de 1902 uno de sus primeros grandes poemas. Rodin debió haberle dicho: olvídate, por favor, querido amigo, de tus sentimientos; pudo haberle dicho: tú no tienes nada para decir, ve y quédate toda la tarde, o pasa esta mañana blanca de otoño observando a un animal en su jaula; sé fiel, por ejemplo, a la pantera. No vuelvas, y no escribas una sola palabra, hasta que tus ojos no hayan cedido completamente a los movimientos de la pantera, a sus propios ojos, o a su quietud. Eso pudo haberle dicho Rodin al joven poeta, que también debía ya saber, a los veintiséis años, que un artista verdadero no tiene nunca nada para decir. “Soy el que no tiene nada para decir”, escribió Kafka.
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Ahí está Rilke frente a la jaula; sentirá al principio pena, porque la pena es la primera forma de la compasión, y sufrirá con la pantera. Sufrirá, o algo más pasivo que sufrir. “Su mirada está tan cansada de atravesar los barrotes / que ya no se fija en nada. / Para ella es como si hubiera mil barrotes / y detrás de mil barrotes, ningún mundo”. La traducción es mía, debe haber mejores. Renunciando a sí mismo, Rilke llega a la voz de la pantera, a su corazón; sus movimientos se muestran en la quietud atenta del poema que la ha dejado ser, que la ha liberado, justo ahí, entre barrotes, cansada, sin mundo. Sin esfuerzo, sin “creación”, y, por supuesto, y esto en primer lugar, sin ningún tipo de técnica, Rilke dejó a la pantera, a su “danza de la fuerza”, girar alrededor de un centro donde se alza, donde permanece “una voluntad más grande”, anestesiada y aturdida; y la dejó moverse en círculos que decrecen hacia su centro.
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En su contemplación frente a la jaula, Rilke ha alcanzado la fuente del arte, la compasión en su forma más alta: desaparecer, dejar que lo que es avance por sí mismo. Después de la contemplación viene la obediencia, o antes viene la obediencia, porque supongo que cualquier orden es ilusorio; y después, solo después, el intento por someter la obediencia a la ley de la forma: escribir.
Oímos la voz de las cosas con los ojos. No solo la voz de los animales, esos hermanos nuestros, como dice Montaigne; también de las cosas que no sienten y se mueven en círculos alrededor de un centro donde quizá duerme una voluntad despierta, donde quizá no yace nada. ¡Nada! ¿Por qué sentir pena entonces? La pena no es necesaria. Solo el dolor de los otros es real.
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Objetividad, llamémosla. La que le aconsejó Rodin a Rilke. La que se aconseja Rilke mismo en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge cuando escribe: “Así era y nada más. Lo importante era que se vivía. Sí, eso era lo importante”. O cuando escribe: “Aprendo a ver. No sé por qué, todo penetra en mí más profundamente, y no permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa”. La objetividad abre el camino al arte, nos libera de la melancolía, de ese mal del mundo, y de un interior viejo y conocido: emociones terribles y estruendosas, necesidad de expresión, etcétera. La objetividad nos devuelve la emoción del mundo, la emoción de Dios: amor Dei, lo llamaba Spinoza, amor de Dios, o también beatitud. Felicidad, traducen algunos.
El objeto de nuestra obediencia, el que nos libera al liberarlo, puede ser una pantera; los objetos pueden ser fantasmas, nubes flotando en el azul ininterrumpido, estrellas. Dos leopardos que toman agua de las ánforas sagradas del templo, como en uno de los aforismos magníficos y luminosos de Kafka, o estos dos gatos míos, compañeros, que toman leche en sus cuencos de plástico. Los objetos pueden ser también esos que parecen íntimamente adheridos a nosotros mismos, al punto que ya no los reconocemos como objetos y creemos que eso somos: nuestros sentimientos que siempre podemos también observar, pasajeros, curiosos, pájaros lúgubres y sombríos, o centelleantes. Ellos también están afuera, podemos observar los círculos estrechos que van dejando en su torsión, o los círculos cada vez más amplios de las emociones benignas.
Observemos. Solo entonces barrerán los párpados nuestras pupilas, en silencio, y una imagen atravesará la inmovilidad, hasta morir en nuestro corazón.