ERICK BEHAR VILLEGAS
Las clases no tienen por qué ser un ladrillo
Con misterio y método iniciaba el curso, perdón, el dictado de derecho francés, el más grande ladrillo que alguna vez tuve que aguantarme.
El profesor dictaba, nosotros escribíamos. No aprendíamos nada, pero escribíamos. No nos interesaba, pero escribíamos. Hasta el examen final fue un ladrillo, tanto así, que ninguno de mis compañeros de maestría recordaría el contenido de aquel magno costo de oportunidad llamado Droit des Contrats.
Pero un colega profesor de aquel abogado, en cambio, nos sacudió la vida con sus clases de economía. Realmente no sé si nos ‘enseñó’, pero con certeza nos inspiró, nos puso a pensar, y nos hizo, no conocer, sino sentir aquello que es el efímero y a la vez perene conocimiento. Era un show, un despliegue intelectual y a su vez una escenificación de la reflexión. Todo pasaba en la misma mañana, en el mismo claustro universitario de Rennes bajo el tímido sol de Bretaña. Todo dependía de aquel artista llamado profesor: uno optó por leernos un guion, mientras que el otro prefirió fascinarnos. Del primero no recuerdo ni el nombre; el segundo sigue siendo para mí un amigo.
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Innovar es una obligación
Y así la historia pedagógica apile ladrillos sobre lastres, cada día debemos ir desapareciendo esas costumbres con decisión. Por el bien de la educación, y más en un país como Colombia, tan necesitado de ella, innovar no es una alternativa ni una exótica opción; es una obligación. Para algunos suena absurdo, pero lo más crucial hoy en día es motivar y enseñar a pensar, contrastando distintas formas de hacerlo. Si no hay sujetos críticos y personas que estén dispuestas a ir contra la corriente, aquí no cambiará nada. Y qué decir de aquellos que exigen que aprendamos cosas de memoria; quizá como entrenamiento cerebral servirá la nemotecnia, pero no creo que nutra el pensamiento complejo.
David Istance nos habla de seis clústeres de aproximaciones pedagógicas: blended learning, gamification, pensamiento computacional, aprendizaje experiencial, aprendizaje incorporado y la enseñanza que parte de la discusión. La idea no es memorizarse esto y aplicarlo como un ladrillo, sino lograr pensar que, subiendo la motivación de los estudiantes, se va mucho más allá de la transmisión del conocimiento. Un profesor debe ser un mentor, no un soporífero emisor de información, y el motivo no es el mero cambio de los tiempos, sino el mismo espíritu que exige la educación.
Alguna vez un colega me preguntó por qué algunas de mis clases eran como un show, de manera algo escéptica. Pareciera que el show fuera sinónimo de falsedad y fachadas pedagógicas, pero en una reciente experiencia que tuve, viendo y viviendo los geniales espectáculos pedagógicos de unos profesores bastante conocidos en EE.UU, solo pude confirmar que la mejor forma de enseñar es haciendo del salón de clases un espacio de diversión intelectual y transformación. No se trata de elaborar deprimentes actividades y payasadas al mejor estilo del enervante Juego de la Oca, sino de combinar rigurosidad con algo de humor sincero, creatividad aplicada y, siguiendo el cliché, la virtud de ser uno mismo.
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La responsabilidad de uno como estudiante
En todo esto, los mismos estudiantes tienen una importante responsabilidad. Shape it yourself, diría alguien, porque el estudiante no puede ser un sujeto pasivo que va a clase ‘a ver qué’. Es bastante distinta la experiencia de uno como estudiante cuando está motivado e informado, porque puede influenciar a los mismos profesores. Quedarse sentado esperando a que la vida pase resulta en una monumental pérdida de tiempo.
Tal y como nos decía nuestro amable profesor de econometría en Alemania: “La mitad de ustedes no debería estar aquí; por qué no se van a la casa y ya. Al fin y al cabo, en cuestión de minutos estarán en el ‘valle de la ignorancia’ (Im Tal der Ahnungslosigkeit)”. Ese dulce romanticismo pedagógico me dio más miedo que motivación, pero luego de algunos años entendí que simplemente le molestaba que hubiese zombis en clase, que se la pasaban mirando al techo y estaban ahí por cumplir. El reto de motivar quedaba así en un extraño limbo.
Como consejo para los estudiantes, les digo que ustedes mismos motiven a sus profesores; háblenles de métodos o tecnologías que quizá no conozcan, y hagan del salón de clases un espacio de interacción; a veces ni necesitan un salón de clases. La vida es demasiado corta para pasársela de ladrillo en ladrillo, entonces usemos más la imaginación para inspirar y enseñar cosas de manera exótica. No le echen la culpa a PowerPoint, porque tiene más poder del que uno imagina si se sabe usar bien. Recuerden que la comunicación es un arte, más aún la del conocimiento.
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Menos formalismos
En todo esto hay un desafío gigante. En nuestra tradición gubernamental santanderista, existen procesos que requieren urgentemente transformación y velocidad. No podemos ser tan formalistas cuando hay cambios tecnológicos tan abruptos e interesantes que tienen que entrar en los currículos. El Estado colombiano tiene que dejar de tenerle miedo a la flexibilidad, porque hasta ahora, no ha logrado probar cómo el masivo formalismo le conviene a este país.
Los tiempos de cerrarle la puerta a un estudiante porque llegó un minuto tarde tienen que acabarse. Molestarse porque alguien tome café en una clase es tan absurdo como la efectividad de nuestro Congreso colombiano. Hace rato es hora de invertir el salón, de hacer actividades paralelas que transformen la manera en que las personas ven la vida, ya sea desde la psicología, la economía o el campo que quieran; al fin y al cabo, todos están entrelazados. Si la vida no tiene que ser un ladrillo, mucho menos lo deben ser los espacios que tenemos para entenderla y mejorarla.
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