OPINIÓN
Un Caruso moderno, por Emilio Sanmiguel
"¿Una superestrella puede permitirse todo lo que le venga en gana, así pretenda ser el sucesor de Caruso?", escribe Emilio Sanmiguel sobre el caso de Plácido Domingo.
Plácido Domingo es el cantante más poderoso de todos los tiempos. Hizo de su carrera lo que le vino en gana. Cantaba, dirigía compañías de ópera y todo lo que quiso. Con la anuencia del establecimiento musical se lanzó como director de orquesta y cuando la voz de tenor llegó a su fin, empezó su carrera de barítono. Seamos francos, ni director ni barítono. Pero igual el público lo aplaudía a rabiar, pues lo precedía una carrera gloriosa y una bien proyectada imagen de caballero, buen actor, elegante, guapo, intachable en sus maneras y buen miembro de familia.
Caruso, que fue el mejor tenor de todos los tiempos, ganó fortunas y gracias al fonógrafo su voz llegó a todos los rincones del planeta. Era intocable. En su debut del Covent Garden de Londres, mientras cantaba, le puso a la Melba una salchicha en la mano: ¿te gusta? La diva, que era de malas pulgas, no hizo ningún escándalo porque era Caruso. Luego pellizcó a una mujer en el zoológico de Nueva York; resultó demandado y multado. Sudando de pánico, apareció días más tarde en la Metropolitan y en lugar de recibir abucheos fue ovacionado. Era Caruso.
Todos han acariciado el sueño de ser sucesores de Caruso. Pavarotti y Domingo entre ellos: el primero por su voz gloriosa, el segundo por esa respetabilidad de que hablaba. Pavarotti anduvo casi libre de escándalos, salvo cuando abandonó a su mujer para casarse con su secretaria, mucho menor que él.
Domingo parecía ya una leyenda viviente. Nadie contaba con que al final la suerte le diera la espalda: en el verano fue abucheado en Bayreuth dirigiendo La valquiria, de Wagner. Luego la prensa hizo eco de acusaciones de acoso. Cerca de veinte mujeres lo denunciaron y sus denuncias, quién lo creyera, han estado en tela de juicio, porque Domingo es un caballero. Así las acusaciones tengan un patrón: el tenor acechando jóvenes cantantes en los corredores, manoseos indeseados, invitaciones y promesas de un futuro mejor en la escena.
Hasta ahora no ha sido el fin del mundo. Es verdad que algunas organizaciones musicales de Estados Unidos han tomado medidas, como la Orquesta de Filadelfia o la Ópera de Los Ángeles, de la que el español es su director artístico. Pero otras se han puesto de su lado. En el exclusivo Festival de Salzburgo, hace unas semanas, su sola presencia desató una ovación. Esto pese a que él mismo ha reconocido tácitamente que “los valores de hoy son muy distintos de los del pasado”.
La Metropolitan de Nueva York, que por algo similar mandó al director James Levine a la calle, manifestó que Domingo tenía su apoyo, pero una fracción de su personal ha dejado sentir su malestar.
No se trata de juicios, sino de poner en tela de juicio la situación de vulnerabilidad de los artistas, indefensos ante quienes detentan el poder. Porque si el asunto de Domingo trasciende es porque se trata de una estrella, y si el público lo ovaciona como si ahora estuviera cantando mejor es por esa insana acumulación de poder que, en su caso, extiende sus tentáculos incluso a los miembros de su familia.
Aquí en Colombia el poder del establecimiento musical no está en una sola mano, pero sí en una rosca que nadie se atreve a denunciar. Los cargos oficiales del sector musical se rotan como si se tratara de jugar a la rueda; lo grave es que la idoneidad de algunos de esos personajes despierta, por lo menos, suspicacias. Saltan de unos cargos a otros con el virtuosismo de un violinista que toca un Capricho de Paganini. No pasa nada porque el que se atreva a ponerlos en tela de juicio puede terminar pasando las de San Quintín.
Volviendo a Domingo, pues sí, el público le arropa. Qué importa si como director sea un fiasco y como barítono también si su prestigio vende localidades. Pero ¿a qué precio? ¿Una superestrella puede permitirse todo lo que le venga en gana, así pretenda ser el sucesor de Caruso?