'CRÓNICAS DE UNA MUJER DE 1,49', DE EMILIA PARDO UMAÑA
La primera periodista colombiana, una chiquita boquisucia
ARCADIA le pidió a María Paulina Baena, de La Pulla, que dialogara con una nueva antología de la mujer que dio lecciones de feminismo, irreverencia y humor en los años cuarenta.
Leer a Emilia Pardo Umaña fue una experiencia aturdidora. Y no porque considere un lastre las setenta y seis columnas que componen su antología, Crónicas de una mujer de 1,49, sino porque leerlas profundizó mis inseguridades. Me hizo recordar que nunca soy suficiente, que soy irremediablemente insaciable, y que aunque el personaje que interpreto en un canal de YouTube parezca muy osado, en realidad un miedo a veces paralizante me atraviesa, desde la coronilla hasta los dedos de los pies.
Cuando me senté, entonces, a escribir esta reflexión, un torbellino de acontecimientos y sensaciones me petrificaron: la lectura rápida de más de trescientas páginas, un desorden anímico que no termino de entender, sentirme cruda en la escritura y sentir la presión –muy generosa– de la editora de esta revista, quien me propuso escribir este texto teniendo en cuenta que hoy soy, en sus palabras, un “referente del periodismo en Colombia”, y una “heredera de las luchas de Emilia Pardo Umaña” (las cursivas son mías, y de ella las exageraciones).
¿Qué hacer con este desorden?, pensaba. ¿Dónde poner a escampar las ideas? ¿Cómo tener un ápice de la seguridad del personaje sobre el que leí, y del personaje que creen que soy? ¡Yo no me siento preparada para heredar ninguna lucha, señora editora de esta revista!
A pesar de esas tribulaciones, descubrir la historia de Emilia Pardo Umaña fue al mismo tiempo fascinante. Fue la primera mujer en trabajar en El Espectador cuando la sala de redacción era un espacio hecho a la medida exclusivamente de los hombres. A su padre le pareció insólito que a una “niña bogotana de bien”, que había estudiado Enfermería, le picara el bicho del periodismo. Tan rebelde era, cuenta ella, que María, de Jorge Isaacs, no le sacó ni una lágrima (a diferencia de las quinceañeras de la época, que se conmovían –se suponía que debían conmoverse– con estos clásicos). Y se mimetizó entre los señores en los cafés emblemáticos de la avenida Jiménez de Bogotá, que solía frecuentar a pesar de que en ellos solo había orinales. Ella, entonces, orinaba parada.
Me intimidó leer a esa mujer provocadora, verdaderamente irreverente, creativa, mordaz, sincera, lesbiana, fumadora de Pielroja y bebedora de coñac. De repente la imaginaba manejando su Ford a toda velocidad –cuando las mujeres no manejaban, y menos a toda velocidad–. Crecía en mí el deseo de patear la mesa con más fuerza, de seguir mis propias reglas, de decirle a la gente estúpida que es estúpida de frente, y no solo con la máscara de un personaje. Me llené de ganas de hacer todo eso, pero duró poco porque al final esas ideas no eran más que ilusiones escurridizas. Soy demasiado cobarde para esas cosas.
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Durante sus primeros años en El Espectador, Emilia Pardo Umaña se contradecía sin ruborizarse. En una de sus primeras publicaciones, de 1935, escribió: “Me contradigo casi a diario porque soy fantasiosa e imaginativa, comprensiva y profundamente humana”. Años después, en las columnas que escribió para El Tiempo y El Siglo, esa tendencia se mantuvo. Era frecuente leer a una mujer abiertamente progresista, pero que no defendía el voto femenino. Liberal, pero con una clara inclinación política hacia el caudillo conservador Laureano Gómez. Lapidaria con los hombres, pero defensora a muerte de sus privilegios. Como ella lo dijo alguna vez: era una goda por herencia, pero una liberal de pensamiento.
La contradicción a ratos me confundía, aunque me gustaba. Pensaba que hoy nos imponen o nos autoimponemos la uniformidad de una identidad, idea que me parece profundamente carcelaria. A menudo me pregunto si el público espera que sea la misma persona siempre, que tenga el mismo discurso, que lo que soy en YouTube lo sea en mi vida.
Por Emilia Pardo Umaña pensé también en los columnistas que descolocan a sus tribunas por no decir lo que esperan; o en las múltiples veces en que la gente se ha sentido “defraudada” de mí. Una vez en Medellín, al salir de un conversatorio, una señora se me acercó y me dijo: “¡Qué decepción! Yo pensé que usted era más imponente, pero es toda tímida, flaquita y escuálida”. ¿No somos muchos personajes al mismo tiempo? ¿Acaso las experiencias, los encuentros y adquirir nuevos conocimientos no pueden suponer un viraje en la forma en que comprendemos y miramos el mundo? ¿No puedo ser imponente unos días y escuálida otros?
Me pregunto cuántos lectores de Emilia Pardo Umaña sabían que medía 1,49, y qué le habrían dicho al cruzarse con ella en la calle. ¿Le habrían lanzado un “tan chiquita y tan boquisucia”?
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Esta foto aparece en la portada de Crónicas de una mujer de 1,49. Cortesía: Fondo de Cultura Económica.
El caos que era Pardo Umaña se evidenciaba en su forma de habitar el mundo siendo mujer. La poeta Maruja Vieira, que Rosario del Castillo cita en el prólogo de este libro, la recuerda como una mujer que “decía groserías, gesticulaba, se codeaba de tú a tú con hombres”. Sin duda, dice, no seguía la clásica conducta de la mujer de su época: ser bella y callar.
Hoy, casi ochenta años después, es impactante que esa descripción sea escandalosa si se refiere a una mujer. Cada vez que sale un nuevo capítulo de La Pulla, leo comentarios como: “Hable como una mujer, no como un hombre”; “Péinese”; “Eso mismo me lo puede decir sin rabia”. La gente espera que el comportamiento de una mujer sea controlado; y que yo, por ser visible, sea el adalid de la decencia. Aún peor: las personas se escandalizan con solo pensar que puedo ser así, como el personaje de La Pulla, en mi vida diaria. Les preguntan a mis compañeros de trabajo con un halo de angustia: “¿Y ella es así de brava siempre?”. No, porque no tengo todo el ímpetu de mi personaje, pero quisiera; lo quisiera mucho.
A Emilia Pardo Umaña, en cambio, no la trasnochaban sus verdades. No tenía la protección de algún personaje y parecía ser ella siempre –siendo muchas a la vez–. Tal vez no le importaba el riesgo de ser quien era porque no tenía a sus lectores respirándole en la nuca, como sucede hoy por las redes sociales; o porque sabía que los hombres la querían porque era “uno más”. Quizás esa era su forma de ser feminista: una especie de espía que se camuflaba entre ellos para comprender sus códigos, y cuando se sentía lista, lanzaba sus dardos en forma de columnas; dardos venenosos que quizá servían para sacar a alguna mujer del atolondramiento.
Dijo hasta el cansancio que las mujeres eran invisibles: “Los países –al conmemorar a sus héroes, letrados y estadistas– no se han ocupado jamás de sus señoras”. Aplaudió su rebeldía y autonomía: “Las jovencitas santafereñas resolvieron por su cuenta y riesgo hacer tertulias, tener amigas y llegar al extremo reprobable de coquetear con varios galanes antes de aceptar, todavía muy sumisamente, al que sus padres hubieran elegido para amo y señor de sus vidas y sus corazones”. Y también denunció el maltrato contra las primeras mujeres que estudiaron en la Universidad Nacional: “La mujer en la universidad es lo más importante de la grande historia estudiantil de los últimos años. Y no hay derecho a atacar con malas palabras e insinuaciones desagradables a las muchachas que han ido a las aulas”.
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Lo suyo era sin duda un grito de libertad de género, pero al mismo tiempo desconcierta que protegiera tanto a los hombres. No puso en duda su reino y no consideraba necesario que las mujeres participaran en lo público. En una columna se pregunta incluso si es humillante que los hombres piensen que las mujeres no nos podemos dedicar a la política porque nos consideran incapaces. Y ella misma se responde: “Un poquitín”, pero le resulta “sano, noble y tan agradable…”. Y luego dice que el voto para la mujer permitiría remediar una que otra injusticia, pero alteraría para siempre la tranquilidad de su mundo interior incontaminado.
Hoy Emilia Pardo Umaña podría pasar por una feminista inconsciente que no se desmarcó de las concesiones del patriarcado, pero no puede juzgársele así. Eran los años cuarenta en Colombia. Hacer una lectura con los ojos feministas de hoy sería injusto e ingenuo. Emilia Pardo Umaña seguramente sucumbiría despedazada en Twitter todas las semanas, aunque la realidad no es tan simple: para dar los debates que hoy podemos tener, alguien tuvo que dar los primeros pasos, aunque algunos de ellos fueran torpes.
Pienso entonces en el feminismo de hoy. ¿Debe llegarnos al mismo tiempo? ¿Debemos comportarnos de cierta manera para ser feministas? ¿Debemos compartir las mismas causas? ¿Hacer el mismo ruido? ¿Tenemos que solidarizarnos con el género, así los argumentos sean pobres? En nombre del género también se celebran y se admiten muchas estupideces para excusar la propia mediocridad.
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Las columnas de Emilia Pardo Umaña me hicieron escribir varios “ja ja ja” en las márgenes de las páginas con la idea de volver a los chistes que señalé. Subrayé frases que quisiera incluir en mi repertorio de expresiones diarias, como: “¡Eso no se le ocurre sino a un animal de monte!”, o “los peores salvajes no son los de la selva, no: son esos que fomentan el turismo”. Me reí duro, por ejemplo, cuando se preguntó si el alcalde de Bogotá no había prohibido las camisetas de Santa Fe porque eran tan inmundas que le representaban un “reto al sol”.
Tenía muy buen humor. No sé si yo lo tenga. Últimamente he tenido conflictos con ese concepto. Por un lado, las personas piensan que La Pulla da risa, y por ende que yo soy chistosa. Por otro lado, confieso, aunque suene retorcido, que muchos comentarios amargos en redes sociales me dan risa nerviosa, como ese en que me deseaban la muerte: “Ojalá la hubieran abortado a usted y el periodismo no estaría tan degradado”.
La muerte de Emilia Pardo Umaña (1907-1961) pasó desapercibida. Sus familiares se vinieron a enterar tres días después, cuando el portero del edificio en que vivía –el Cudecom, en el centro de Bogotá– le avisó a una de sus familiares que no había salido del apartamento. Cuando tumbaron la puerta, la encontraron tendida en su cama, con un cigarrillo consumido hasta la mitad.
Los medios registraron la noticia días después porque justo por esa época llegó a Bogotá el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, y un terremoto sacudió al país. Naturalmente, estos dos hechos, mucho más importantes que la muerte de una mujer, coparon las páginas de los principales periódicos nacionales. Pero no era la muerte de cualquier mujer: Emilia Pardo Umaña escribió más de cinco mil columnas, produjo escozor entre las élites por sus opiniones desabrochadas, y no le importó quedar bien ante nadie.
Sola y sin ser recordada. Su muerte fue un hecho ordinario, aunque su vida haya sido lo contrario. Ahora sus textos reaparecen gracias al trabajo de Lina Flórez y Pablo Pérez –los compiladores– para zarandear, cachetear, liberar y encarcelar otra vez. Al menos eso me hicieron a mí.
* Periodista. Pertenece al equipo de La Pulla de El Espectador
Adenda:
Una versión anterior de este artículo no mencionaba a los investigadores y complicadores de esta antología. Crónicas de una mujer de 1,49, publicada por el Fondo de Cultura Económica, es el resultado de un trabajo de años de Lina Flórez y Pablo Pérez.