OTRA TIERRA
Lecturas de montaña: una columna de Andrea Mejía
"Lejos de la brutalidad de la falsa dicha, de un vitalismo ansioso y forzado donde solo hay extinción y cansancio, quizá podamos buscar aprender a estar cerca de la muerte; no solo como preparación espiritual sino estética".
"Pero años no es lo que hay. Mientras menos van quedando mayor es mi admiración por haber tenido uñas, pestañas, rótulas; por haber estado aquí (…); porque algunas cosas tengan nombre y la infinita mayoría no lo tenga; porque lo luminoso fluya hacia lo oscuro, y porque lo grande y lo pequeño fluyan siempre hacia lo que no tiene tamaño”.
Terminé el último libro de Tomás González estando en la montaña. No pude evitar escribirle a un amigo para decirle que me había parecido luminoso y triste y muy bonito o puro. No me acuerdo qué adjetivos encontré. En todo caso no eran más que adjetivos. Lo importante era el estado mental al que me había llevado el libro. Lloré un poco, pero eso no se lo dije. Mi amigo me respondió que el libro era todo eso. Él me lo había recomendado; te va a encantar, me dijo, y yo, que suelo hacerle caso en asuntos literarios, lo compré ese mismo día, porque todavía estaba en la ciudad.
Después, también en la montaña, estuve leyendo los poemas de un monje o mendigo, de un sacerdote zen del siglo XVIII al que le decían el sacerdote tonto, el monje niño; nunca tuvo más que un cuenco en el que recibía el arroz que le regalaban, papel y tinta, un pincel gastado, un cojín negro para meditar que una noche alguien le roba. La alta pobreza: era un mendigo, pero un aristócrata del espíritu. La inocencia aparente de sus poemas es el refugio de imágenes muy sombrías; pero la oscuridad cubre su ánimo de manera tan profunda y poco dramática como su dicha. Es como aquí, en la montaña, luminosa bajo el sol, con su bosque resplandeciente y sus pájaros; pero cuando el tiempo cambia, la montaña se deja impregnar de oscuridad, se vuelve siniestra y aterradora con la misma naturalidad con la que ha brillado. O es como ese verso de otro poeta brutal, Robert Frost, “Too dark in the woods for a bird”, demasiado oscuro en los bosques para un pájaro, con el que irrumpe algo delicado y glacial en un poema en apariencia idílico. Entre los poemas del monje hay poemas helados más que tristes, parecidos a la muerte. No sé bien cómo decirlo, porque nadie conoce la muerte.
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El monje se llama Ryokan. No es en realidad un monje porque dejó el monasterio con un certificado de su maestro que decía: “Para Ryokan, bueno como un tonto. Tan libre que nadie puede en verdad comprenderlo o escrutarlo. Donde quiera que vaya encontrará silencio y quietud, como dentro de estos muros”. Vivió solo durante años en una cabaña tapizada con poemas suyos, escritos en la caligrafía más preciosa. Él mismo dijo que quien llame poesía a su arte estará en un gran error. “Mi poesía no es poesía. Después de que hayas aprendido que mi poesía no merece su nombre, me sentaré a discutir contigo el secreto de mi arte”. Sus poemas tienen ese raro poder purificador de algunos textos, en un grado tan alto que solo pueden leerse poco a poco, cada mañana o cada noche, como una especie de cura en la alta montaña.
Las últimas líneas de Las noches todas de Tomás González que cité al principio son los pensamientos de alguien que está cerca de la muerte. Parecerían casi la traducción de un poema chino antiquísimo, el Sandokai, escrito en el sigo VIII por Sekito, otro monje solitario. Es un poema y es también uno de los textos sagrados del zen. En uno de los versos del Sandokai, o en todo el poema, las cosas corren silenciosas en la oscuridad, se ramifican sin nombre, indistintas, no son cosas, no hay poema. Pero surgen también en la claridad de las palabras, de las distinciones y los pensamientos. Aparecen en la luz.
En una casa en la ciudad tomé prestado un libro que pensé que iba muy bien para completar mis lecturas de la montaña. Era la madrugada, los dueños de la casa dormían. En la biblioteca encontré El sonido de la montaña, de Kawabata. Después, leyéndolo, me apareció una frase que Kawabata escribió en otro libro suyo: “La muerte viene una sola vez, el amor muchas”.
Mis tres lecturas de la montaña están cerca de la muerte. Tal vez de esa cercanía surja en ellas la pureza de la mente, el respeto con el que se contemplan las formas, la serenidad en la escritura. Lejos de la brutalidad de la falsa dicha, de un vitalismo ansioso y forzado donde solo hay extinción y cansancio, quizá podamos buscar aprender a estar cerca de la muerte; no solo como preparación espiritual sino estética. Cerca de la muerte, es decir, en el corazón de la vida, donde el sonido de cada cosa resplandece exacto en la luz, y la oscuridad transcurre en la vigilia más brillante.
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