MÚSICA
Lo mismo que antes: una columna de Emilio Sanmiguel
Nuestro crítico musical Emilio Sanmiguel hace un breve recorrido por la historia de la Orquesta Filarmónica de Bogotá y un llamado a la administración municipal.
Para la Filarmónica de Bogotá, educar a su público fue faena de romanos. A finales de los años setenta fue instalada “provisionalmente” en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, que ha sido su sede “permanente”; los estudiantes tenían acceso libre y los conciertos formaban parte de las entretenciones del campus: entraban, aplaudían a destiempo y si se aburrían salían, mientras les chirriaban los zapatos en el linóleo.
En febrero de 1978 interrumpieron un concierto de Vivaldi: “El día del aniversario de Camilo Torres Restrepo no hay concierto”. El director titular, Carlos Villa, esperó, reanudó, volvió la arenga; tocó cancelar.
Los jueves había foros didácticos y después de la música, al final, se respondían inquietudes del público. Cuando hicieron la Sinfonía n.º 1 de Brahms, que cita el coral de la Novena de Beethoven, alguien dijo haberlo notado; Villa le dijo que lo mismo le habían dicho a Brahms y que este respondió: “Cualquier asno se da cuenta de eso”. “¡Quién dijo miedo!” Se armó el zafarrancho y le increparon haber “ofendido” al espectador; tocó suspender el foro.
Las cosas no siempre se desarrollaban en un ambiente tan tenso y fue mucho lo que el público aprendió. Con el tiempo, el incipiente auditorio se convirtió en multitud y la orquesta se convirtió en lo que es hoy: la primera del país.
Hoy en día ya no es una agrupación sino un sistema de orquestas y coros que trabaja en toda la ciudad. Cuarenta años después, Carlos Villa dirige la Filarmónica Juvenil, que es todo un fenómeno. El pasado 7 de octubre se presentó en el auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco con la Segunda de Brahms: tremendo reto. Parecía que estábamos de nuevo en los años setenta. La entrada era gratuita, el público entraba y salía sin importarle que se estuviera interpretando la obra de una manera tan ejemplar y con tanta convicción, porque era otra de las entretenciones dominicales de la biblioteca. En honor a la verdad, como en los setenta, una buena fracción del público, en su mayoría joven, disfrutaba la música.
Todo esto para decir que la Filarmónica cumple con la que ha sido su razón de ser y su misión: llevar la música al bogotano del común, no a las élites. Sin embargo, todo parece indicar que la administración no es muy consciente de la importancia de esa labor. Se necesita implementar alguna estrategia para controlar la procesión porque orquesta, director y compositor merecen respeto. Esa fracción de público serio amerita consideración, y que se ponga a su disposición un programa de mano; no basta con que una funcionaria se pare, abra con el inmarcesible “saludo del alcalde Enrique Peñalosa Londoño”, lea las hojas de vida de los artistas, recite el programa y pida apagar los celulares, para que después de iniciado el concierto se traslade la señora al final del salón, siga con su celular encendido y converse: hay que dar ejemplo. Y un programita de mano, en fotocopia, no va a afectar las finanzas distritales. En cambio sí es una manifestación de compromiso con una labor de verdad importante.
La directora ejecutiva Sandra Meluk estuvo presente durante la primera parte, la del Potpurrí de Hümmel, y se perdió de lo realmente importante del trabajo de Carlos Villa y la Juvenil, el Brahms. Lamentable, porque de ella depende poner los correctivos necesarios. ¿El poder para qué?
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