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“Gustavo Petro, el refundador de Macondo”: este es el crudo retrato del presidente por parte del considerado mejor ensayista de Hispanoamérica
Carlos Granés, considerado por muchos el mejor ensayista de Hispanoamérica en este momento, hace un crudo y descarnado retrato del primer mandatario en su último libro, El rugido de nuestro tiempo. Fragmento.
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Todos los elementos de la mentalidad caudillista y redentora brillan con pureza inigualable en Gustavo Petro, la síntesis más sorprendente de la megalomanía que escolta mesianismo en América y de la incompetencia que padece quien confunde sus vicios con virtudes y los sueños con realidades.
Desde el primer día de su gobierno, durante su posesión presidencial, mediante símbolos y discursos Petro dejó claro que no había llegado al Palacio de Nariño solo a gobernar Colombia. Después de hacer desfilar la espada de Bolívar ante los mandatarios invitados, aseguró que en su gobierno las estirpes condenadas tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Si Rafael Leónidas Trujillo, el déspota caribeño, estuvo convencido de que Dios le había cedido el testigo para que dirigiera los destinos de la República Dominicana, Petro daba a entender que García Márquez le estaba encomendando escribir la segunda parte de Cien años de soledad sobre la realidad colombiana.
El presidente revivió a Simón Bolívar y a García Márquez como figuras tutelares en su intento de convertir Colombia en el centro del mundo, en el país de la belleza, faro moral, refugio contra la pasión crematística, foco de resistencia al mal neoliberal o a la maldad trumpista. Igual que en el coronel Aureliano Buendía, el personaje de Cien años de soledad cuyo nombre tomó como alias en sus tiempos en la guerrilla del M-19, también latía en él un instintivo sentido de la justicia y un desprecio hacia los abusos y los atropellos.

Pero esa virtud compartida convivía en ambos con la terquedad y la soberbia. Tanto Petro como Aureliano estaban dispuestos a llevar su defensa justiciera hasta las últimas consecuencias, así supusiera eso llevar la guerra civil a Macondo o destrozar el sistema de salud y desafiar las instituciones en Colombia. Su criterio habría de imponerse al de los especialistas y los técnicos, incluso a la evidencia empírica, porque lo que estaba en juego era algo más grande. No un puñado de leyes, sino la obra de un presidente refundador persuadido de que su misión era acabar con un «sistema esclavista» que había oprimido al pueblo durante quinientos años.
(...) Petro decidió extender su liderazgo más allá de las fronteras nacionales. Enamorado de sí mismo, aprovechó los muy apetecidos y poco atendidos púlpitos de la ONU para comunicar sus visiones al mundo entero. Allí, convertido en un Bolívar planetario, quiso disputarle a Greta Thunberg la vocería en contra del cambio climático. A los caudillos latinoamericanos el gobierno de sus propios países siempre les ha parecido poco. Han aspirado a liderazgos regionales, continentales, globales. A veces a más, y Petro no ha sido la excepción a la regla.
También él, poseído por un alarde cósmico, sintió la tentación del absoluto, el impulso de desplazar a Dios de sus funciones y colonizar las zonas ignotas del espacio. Eso fue lo que dio a entender el 19 de septiembre de 2023 en la ONU, cuando aseguró que la misión del ser humano era «expandir el virus de la vida por las estrellas del universo». Cuanto más mediocre se hacía su gobierno en Colombia, cuantas más citas de alto nivel incumplía, cuantos más escándalos de corrupción estallaban en los bolsillos de sus funcionarios, cuanto, en definitiva, más crecía el abismo entre las capacidades de Petro y sus aspiraciones como mandatario, más alto apuntaba en los escenarios internacionales.
Al año siguiente, desde la misma tribuna en la ONU, volvió a empuñar su espada, esta vez para emprenderla contra la oligarquía global. Sin que le temblara el pulso, propuso que se planificara la economía en el mundo entero. Aquella vez no incurrió en la lírica cósmica, pero no se resistió a lanzar un vaticinio —o más bien un rugido— apocalíptico: «Si la vida vence su extinción, ya no será la oligarquía global la que gobierne el mundo; será derrocada para construir una democracia global. Una nueva historia está por comenzar». Ese era Petro en estado puro, el de los nuevos comienzos, el caudillo macondiano que invocaba pestes y diluvios que reiniciaran la historia, que se llevaran los males del mundo y le dieran una segunda oportunidad ya no a las estirpes condenadas, sino a las ideologías que habían fracasado sistemáticamente a lo largo de la historia.

Todos estos intentos fallidos de lucimiento internacional, zancadillas que le ponía su propia megalomanía, no dejaban de ser anecdóticas. Lo realmente grave ocurría en Colombia. Petro había llegado al poder para pacificar el país; así lo dijo, esa era la razón por la cual había querido ser presidente. Pero el proceso de paz que tenía en mente no se limitaba, como el de Juan Manuel Santos, a desmovilizar a un grupo guerrillero, sino a erradicar el mal total del suelo colombiano. Su proceso de paz reflejaba la misma inclinación hacia el absoluto. Petro pretendía cortar de un solo tijeretazo todos los flecos de la violencia, sentando en sus mesas de negociación, de forma simultánea, a las disidencias y a los grupos armados residuales, a las mafias que traficaban en las selvas y a los pandilleros que delinquían en las ciudades. Hasta los guerrilleros que habían traicionado el acuerdo de paz firmado entre las Farc y Santos tendrían una nueva ocasión de reintegrarse a la vida civil. La paz de Petro sería perfecta, completa; sería la Paz Total.
Y no contento con la posibilidad de erradicar del país todo impulso violento, uno de sus cancilleres le agregó un colofón que remataba con grandilocuencia el concepto original: «Paz Total para Colombia y el mundo» o la «Paz Total más allá de las fronteras». Pero esas ambiciones descomunales expresaban más voluntarismo que cálculo y estrategia.
Petro olvidaba que son los novelistas, no los políticos, los que pueden distorsionar la historia y proyectar sus deseos y anhelos para crear mundos nuevos y maravillosos. La Paz Total fue acogida con alegría por todos los grupos delictivos del país, no porque tuvieran voluntad de dejar las armas y los negocios ilícitos, sino porque las mesas de negociación inhibían la acción del ejército. Los campos y las junglas volvían a quedar despejadas para que los grupos al margen de la ley proliferaran, conquistaran nuevos territorios y expandieran los cultivos de coca. En enero de 2025, la situación estalló. Las decenas de cuerpos masacrados, además de los miles de colombianos que tuvieron que escapar de la región del Catatumbo, al nororiente del país, buscando incluso refugio en la Venezuela de Nicolás Maduro, fueron un golpe de realidad que hizo estallar, como si fuera una pompa de jabón, la fantasía del absoluto. La Paz Total de Petro se había convertido en la «guerra total» del coronel Aureliano Buendía.
La crisis descomunal de orden público, la violencia descontrolada y la fragmentación desquiciada de los actores de la violencia forzaban a Petro a reconocer lo que desde el inicio era obvio. La totalidad y la búsqueda de la perfección estaban bien para los artistas, pero no para los políticos. A los segundos les conviene contentarse con algo más mediocre y menos épico: hacer un buen diagnóstico de la realidad y tratar de emplear el conocimiento y la experiencia previa, la reforma eficaz y la negociación de lo posible, para solucionar problemas acotados. Pero Petro no había llegado al poder para contentarse con asuntos tan mediocres y aburridos.

Lo dijo en directo, por televisión, en febrero de 2024: él era un revolucionario, no le gustaba el Palacio de Nariño. Lo suyo eran los escenarios, la plaza pública y el contacto con las masas. Es lo que se le daba mejor que a nadie: el verbo encendido, la adrenalina, la soflama, la división del mundo en oprimidos y opresores, la movilización social.
Hay una parte en él, llamémosla su cabeza, que entiende al país y sabe cómo funcionan sus instituciones. Guiado por ella, logró forjar coaliciones con otros partidos y con funcionarios prestigiosos y centristas, que en los primeros meses de su mandato hicieron avanzar su agenda, aprobando incluso reformas importantes como la tributaria.
El problema es que hay otra parte en él, llamémosla su corazón, que lo induce sistemáticamente a dispararse en el pie, a hacer volar los acuerdos y a deshacerse de todo funcionario mejor preparado que se atreva a contradecirlo. Petro, como un artista, no soporta que le cuestionen su obra. Considera que todo aquel que le pone trabas a sus reformas o que le pide matizaciones, bien sea un ministro de su equipo o un opositor en el Congreso, es un aliado del neoliberalismo o de la oligarquía. Antes que renunciar a su visión, prefiere dar un golpe en la mesa, echar a sus funcionarios —más de cincuenta ministros han rotado por su gabinete— y entrar en colisión con el Congreso. No necesita tecnócratas, ni políticos moderados, ni la aprobación del Poder Legislativo porque tiene de su parte al único agente que puede validar y juzgar su obra: el pueblo.
Más que ninguno de sus contemporáneos, Petro se piensa a sí mismo en los términos de Martí: como un creador. “El dirigente político es en cierta forma como un artista, es sensible a los cambios de tonalidad de la sociedad”, dijo el 28 de abril de 2023 en Cartagena. Lo interesante es que su obra no son solo las reformas de gobierno. Su obra también es el pueblo. Como explicaba en las páginas finales de la autobiografía que le escribió el periodista Hollman Morris, durante la campaña que lo llevó a la presidencia —la «campaña mágica»— sintió algo que lo convenció de su misión. Cuando se elevaba sobre «los océanos de gente» a reeditar las grandes tardes de oratoria que antes habían protagonizado personajes a los que Petro admira —principalmente Jorge Eliécer Gaitán, pero también Alfonso López Pumarejo—, sintió algo electrizante: que la energía popular había visto en él al instrumento para cambiar la historia de Colombia.

Si García Márquez tenía talento con la palabra escrita, Petro lo tenía con la palabra hablada. En eso radicaba su maestría, en las frases y los versos que fluían de su boca para hechizar a los oyentes, para convertirlos en una misma cosa. «Inspirado como el artista –recordaba el presidente– mis palabras iban tomando la forma de la multitud, su fuerza. Viví un momento de magia… la gracia de García Márquez convertida en palabra hablada que vuela en el viento, que entra en el corazón, que se vuelve huracán, que genera la multitud, única transformadora de la historia».
La grandilocuencia y la vana pretensión de hacer historia en cada momento estaban ahí, pero también el apetito del gran demiurgo que no crea meras ficciones, como el novelista, sino algo más importante: pueblo, masa, multitud. Su palabra encendida conseguía que el individuo atomizado y sin propósito se convirtiera en un actor histórico, en la multitud que cambia el mundo. Ante la fuerza de esa creación del caudillo, ante esa obra de arte amasada con la palabra creadora de Petro, los procesos parlamentarios y las instituciones parecían muy poca cosa. La historia no se cambiaba con la rutina parlamentaria ni con funcionarios que dormían sobre esos colchones de papeles inútiles de los que hablaba Huidobro. La historia cambiaba por la intervención tumultuaria de la multitud, mediante la acción audaz, la toma y los hechos consumados. Era lo que había entendido Petro viendo los procesos políticos del continente: la multitud era músculo; la voz del líder, conducción.
Esta noción artística y alucinada de la política arrastraba muchos problemas, el menor de los cuales es la cursilería. Lo verdaderamente grave era que el creador intentara imponer su obra con la cabeza, mediante la persuasión y la negociación, pero si esto fallaba, convocaría entonces a la criatura que había surgido de su verbo encendido, la multitud, para que desbloqueara lo que las instituciones habían entorpecido. Eso fue lo que intentó hacer Petro en 2023, 2024 y 2025, movilizar a sus huestes bajo el lema de que el pueblo ya había aprobado con su voto las reformas, y que el poder legislativo no podía ahora frenarlas. Al estilo de Trump, que retó a los jueces a que aceptaran el mandato popular y no se cruzaran en su camino, Petro estaba diciendo que no era el pueblo el que se iba a arrodillar ante las instituciones, sino las instituciones las que se iban a amoldar a los designios del pueblo. (...)

Detrás de esta manera de actuar hay una idea de lo que es la soberanía popular y de la forma en que ha sido ejercida en Colombia. Petro, a pesar de ser un furibundo bolivariano, está convencido de que la lucha del Libertador quedó inconclusa. Cuando cayó la monarquía hispánica, la soberanía no regresó al pueblo, sino que fue usurpada por lo que él llama «la oligarquía». Nos liberamos del rey, pero no de «los ricos epulones», que siguieron sometiendo al pueblo, ya no desde el trono, sino desde el Congreso, su cubil y su feudo. Eso explica que Petro no le reconozca legitimidad ni capacidad de representación al Poder Legislativo. El único que cuenta es él. Petro es el creador, el instrumento y el representante del pueblo. En su beneficio, hay que reconocer que no es solo él quien piensa así. Todos los caudillos tienen la misma fantasía: creen que antes de ellos el pueblo no fue soberano, que siguió esclavizado por las élites, las potencias exteriores o los oligarcas nacionales, y que su misión es culminar la gesta libertadora recuperando la soberanía que tienen capturada. (...)
Ahora, en la recta final del gobierno de Petro, lo que se dirime en Colombia ni siquiera son las reformas o ese cambio histórico prometido, sino la continuidad, durante cuatro años más, de un proyecto político premoderno que no acepta la repartición de la soberanía en dos ramas del poder, la Ejecutiva y la Legislativa, supervisadas constitucional y legalmente por una tercera, la Judicial, todas independientes e igualmente legítimas, y que se niega a aceptar que la voluntad popular, siempre voluble, siempre plural, no puede pasar por encima de la Constitución y las instituciones.
Es decir, lo que está en juego es la continuidad de otro proyecto de emancipación y refundación nacional, esa obsesión latinoamericana que nos condena a no movernos de 1810, a seguir montando juntas de autogobierno que independicen y funden nuevas patrias, nuevos Macondos que habrán de ser gobernados, desde siempre y para siempre, por Petros benevolentes que emancipen a las estirpes condenadas y les den su dichosa segunda, tercera, cuarta, quinta… oportunidad sobre la tierra”.