Bogotá
En Bogotá no hay por dónde caminar, vendedores ambulantes se apoderaron de las calles de la ciudad
Unos pocos estarían sacando provecho económico del espacio público.
Salir de la casa a pie, sobre todo en barrios populares, la mayoría de Bogotá, es prepararse para una experiencia multisensorial. El humo que expelen los asadores de chorizo, que se mezcla con el aroma a grasa suele impregnarse en la ropa y acompañarlo por el resto del recorrido. Un megáfono anunciando la promoción de aguacates y plátanos, le avisa que llega a la esquina en la que le toca hacer maromas para evitar ser arrollado por una bicicleta, ya que en esa parte están ubicados un sin número de vendedores informales que ofrecen todo tipo de productos en el espacio peatonal, no importa si el transeúnte lleva bastón o muletas debe caminar por la ciclorruta.
En Colombia, como en otros países el espacio público, está reglamentado desde hace muchos años, hay incluso decretos presidenciales que aclaran que esas zonas son para el disfrute de toda la comunidad y que se evita a toda costa que brinde beneficios con intereses particulares. El bienestar común debe primar sobre el propio. Pero parece ser que con la crisis socioeconómica que afronta el país y la falta de control para hacer cumplir las normas, unos pocos están sacando provecho de los más débiles.
Para nadie es un secreto que el fenómeno migratorio, la inflación alta, la falta de oportunidades laborales entre otros factores, ha obligado a la gente a salir a las calles y buscar la manera de conseguir el sustento diario y garantizar la comida a sus hogares, incluso la misma Corte Constitucional ha fallado a favor de aquellas personas vulnerables a las que no se les puede negar el derecho al trabajo. El problema arranca cuando nacen los monopolios de vendedores ambulantes, catalogados incluso como mafias.
Alejandro Rivera, director del Instituto para la Economía Social (IPES) confirmó a SEMANA que en medio de la caracterización que adelantan y el trabajo de campo se han identificado a personas que suelen cobrar y organizan los espacios en los barrios. Incluso han dejado al descubierto a quienes tienen varias sucursales de sus negocios. “Nadie que tenga ventas informales y ponga casetas fijas, que esté en la capacidad incluso de generar empleo es catalogado como vulnerable”, dijo el funcionario aclarando que debería ser retirado del espacio que ocupa.
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Pero hay quienes prefieren hacerse los de la vista gorda frente a la reglamentación. En la avenida Cali, con calle 152 hay un próspero negocio de comidas rápidas. En el que ocupan casi media cuadra en la localidad de Suba. Incluso tienen sillas para sus comensales y al menos 5 trabajadores uniformados que atienden hasta los policías que llegan a comer a dicho punto. El problema no es solo que ocupan un espacio que limita la movilidad de la comunidad, sino que además no pagan impuestos y fomentan una competencia desleal frente a aquellos establecimientos comerciales que sí cumplen con los requisitos.
Esa escena se ve en diferentes localidades, las que tienen mayor afectación de invasión de espacio público son: San Cristóbal, Santa fe, Suba, Chapinero, Mártires, Fontibón. Para la concejal Lucia Bastidas, quien ha liderado debates de control político relacionados con el tema, la ocupación del espacio público trae consigo otras problemáticas y riesgos para los vecinos del sector. Por un lado, está el microtráfico que se camufla entre las ventas artesanales en parques o en los mercados de las pulgas en el centro de la ciudad.
“Basta con pasar por el parque Tercer Milenio y ver que eso se convirtió en un basurero en el que venden drogas, pasar por el sector no es seguro para nadie”, dice la cabildante mientras describe las olorosas calles en las que se encuentran artículos de segunda extendidos en el piso de lado a lado.
Otro de los temores que mencionan los ciudadanos al ser consultados es la proliferación de roedores que trae la venta de comida ambulante. SEMANA hizo un recorrido por los lugares en los que hay mayor número de este tipo de negocios informales y pudo constatar que cerca a los puntos de venta hay basureros en los que las ratas salen a pasear, pues los desperdicios que caen al piso o la basura que desechan los propietarios les da un lugar de vivienda cómodo y guaridas seguras.
Más allá de la higiene las autoridades han visto el aumento de pipetas de gas en estos puntos, lo que puede generar tragedias sobre todo en lugares de aglomeración como en el sector de San Victorino y la carrera décima, en el que es común encontrar puestos de ropa, al lado de los de frituras. Los casi 10 metros que tiene de ancho el andén no es suficiente para varios de los vendedores ambulantes que se ubican en la vía por la que transitan los Transmilenio, o calles de vehículos tradicionales.
Cuando arrancó la pandemia de la covid-19, el censo de vendedores ambulantes arrojó que en esa situación están 91.000 personas, pero Alejandro Rivera aclaró que la cifra no es confiable debido a que muchos trabajadores informales, que no necesariamente cumplen las condiciones de vendedores ambulantes se inscribieron en búsqueda de ayuda por parte del Distrito. Un censo inicial mostraba que eran algo más de 50000, aunque Rivera explica que el subregistro es alto, lo que resume que en realidad no hay cifras exactas de esta población.
La informalidad crece y evidencia claras ventajas en temas de ganancias frente al mercado formal. En barrios comerciales como el 20 de julio se ve el claro contraste, a menos de 1 metro y medio de distancia, están los vendedores informales que desde hace 25 años tienen su negocio en el mismo lugar, dicho por ellos, como en el caso de la propietaria de un establecimiento que vende ropa niños que cuenta incluso con Vestier. Nunca han pagado arriendo, servicios ni impuestos y su establecimiento armado de manera artesanal si se ha acreditado. Frente a ellos hay almacenes de calzado, maletas, ropa entre otros, pagando arriendo de entre 1800000 y 2500000 pesos con gastos mensuales en servicios que superan los 300000 pesos. Por esa razón en varios puntos de Bogotá esos locales que pagan terminan como bodegas y los vendedores formales se salen a la calle a pelear el centavo, porque de lo contrario se arriesgan a perder sus clientes, ya que los vendedores ambulantes se ubican en las puertas de los locales, evitando que se vea lo que ofrecen. Esa migración a lo informal se ve cada vez más a menudo en las plazas de mercado.
Rivera aclara que ordenar el comercio informal es una tarea de las alcaldías locales, pero que con el apoyo del Ipes han logrado grandes avances entre ellos: la organización de los vendedores que se ubicaban en la Carrera Séptima, lo mismo en el parque de las Nieves, entre otros puntos, eso ha sido gracias a pactos establecidos entre la población, los vendedores y la administración.
Pedro Ramírez, abogado urbanista considera que los esfuerzos que se han hecho como ciudad han sido maratónicos, pero siempre van a ser insuficientes, por eso propone que se establezcan nuevas normas en las que las autoridades sean conscientes de la idiosincrasia latinoamericana, en la que el cliente disfruta comer en la calle, comprar el aguacate al bajarse del bus. Que las ofertas de empleo siempre van a ser insuficiente y el instinto de supervivencia va a llevar a los vendedores a los andenes. Si se hacen unas reglas claras con las condiciones del juego quizás como dice el dicho popular “el vivo va a dejar de vivir del bobo”, y el estado podrá organizar minimizando riesgos y cobrando por un espacio que por ahora estarían aprovechando las mafias.