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Así es pasar una noche en el Overlook, el espeluznante hotel donde muchos se quieren hospedar ¿se atrevería?
Quedarse en el lugar que inspiró la película El resplandor —un clásico del terror— sí es posible. Su nombre real es The Stanley Hotel y el periodista Jonathan Thompson se atrevió a pasar una noche para comprobar qué tan ‘embrujado’ está el lugar.
El Hotel Stanley siempre ha tenido algo extraño. Stephen King lo sintió cuando se hospedó allí por primera vez a mediados de los setenta, y los huéspedes lo sienten todavía hoy. Esa es la razón por la que la mayoría de ellos lo visita. El Stanley —solitario y encaramado en lo alto de las Montañas Rocosas de Colorado— fue la inspiración de uno de los escenarios de terror más icónicos de King: el Hotel Overlook de El resplandor. Y aunque el autor le haya cambiado el nombre, la propiedad ficcional era claramente el Stanley, desde su extensa galería frontal y su anticuado salón de baile hasta su limpia arquitectura georgiana y su fecha de inauguración: 1909.
Cuando se quedó por primera vez en el premonitorio edificio de 140 habitaciones —en la alcoba 217—, King vivió varios eventos inexplicables, seguidos por una serie de pesadillas que dieron origen a El resplandor.
Aunque el libro de 1977 es un clásico de la literatura de terror, como muchas otras obras de King, fue la película de 1980, protagonizada por Jack Nicholson y bajo la dirección de Stanley Kubrick, la que logró calar en el imaginario colectivo con sus espeluznantes fotogramas: el pequeño Danny en bicicleta atravesando los enormes corredores, las gemelas que lo invitaban a jugar con ellas, los mares de sangre que corrían del ascensor y, por supuesto, Nicholson con un hacha gritando: “Here’s Johnny!”.
Hoy, el hotel —ubicado aproximadamente una hora al norte de Boulder— comprensiblemente explota sus vínculos con la novela de terror, cuyo cuadragésimo aniversario se celebra este año. Eso sí, hay algo raro en el lugar y es difícil señalar qué es. A medida que camino por los chirriantes corredores durante mi propia estadía, es complicado evitar que se me ponga la piel de gallina, particularmente en el cuarto piso, que se supone es el más embrujado (y que alberga una inquietante colección de retratos con ojos perseguidores). El aire también está impregnado de una gran cantidad de estática, que aporta al sentimiento permanente de energía inexpresable, fuera de alcance.
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Tal vez de forma predecible, el Stanley cuenta con una vidente permanente: una mujer imponente llamada Madame Vera, quien cree que muchos de los acontecimientos extraños pueden atribuirse a una serie de vórtices energéticos en la propiedad.
“En el invierno, cuando el hotel está vacío, este lugar realmente despierta la imaginación —dice la amazónica clarividente, con sus brazaletes tintineantes y sus campaneantes collares—. En definitiva, hay una atmósfera extraña, pero muchas personas también la encuentran excepcionalmente creativa: hay muchos artistas y escritores que vienen hasta acá en busca de inspiración. Me imagino que Stephen King comenzó también con eso”.
Según Madame Vera, los relatos más comunes de los huéspedes son de ruidos, de risas fantasmales o de niños que juegan, a menudo acompañados de luces que se prenden y se apagan. Con frecuencia también hay avistamientos de un hombre viejo con sombrero que sostiene la puerta del lobby. “Se puede sentir, hay mucha energía residual aquí —dice—. Uno puede ir caminando por los corredores y de repente siente pequeñas descargas eléctricas por todo el cuerpo”.
Me sumo a uno de los recorridos de fantasmas oficiales del hotel, ofrecidos durante el día y la noche, que atraen a toda clase de personas, desde excursionistas por un día que vienen desde Denver hasta obsesivos cazafantasmas internacionales. Varios de los clientes abren aplicaciones de detección espectral en sus smartphones, en tanto otros empuñan aparatos para medir el campo electromagnético —dispositivos de GPS fantasmales que parecen un gran control remoto de televisión—.
Pasamos dos horas surreales cazando habitaciones ‘embrujadas’, tomando fotos en los espejos para ver si se presentan apariciones (Sophie, nuestra guía, tiene guardada en su teléfono una aterradora selección de esfuerzos que terminaron con éxito), luego intentando atrapar orbes fantasmales en el salón de billar.
Tristemente, aparte de uno o dos portazos inexplicables, lo más emocionante que logro capturar con mi cámara es un oso negro que se está atiborrando con una caneca de basura afuera del salón de baile.
Entonces, ¿qué hay detrás de toda la anormalidad en el Stanley? Como con el Triángulo de las Bermudas, existen varias teorías. Algunas hablan de los descomunales niveles de cuarzo —un potente conductor de energía— que hay en las rocas bajo los cimientos del hotel, lo cual significa que en esencia está construido sobre una enorme batería natural. Otras mencionan el hecho de que se encuentra junto a una montaña llamada Hombre Viejo (Old Man), donde los nativos americanos practicaban la búsqueda de visión, y que fue considerada como sagrada durante siglos por los ute y los arapahoe.
En cuanto a las leyendas fantasmales, todo parece haber comenzado en 1911 cuando la mucama del hotel, llamada Elizabeth Wilson, entró a la habitación 217 para encender las velas, sin notar que había una fuga de gas. La explosión generada llegó a destruir cerca del diez por ciento de la propiedad.
Más de un siglo después, se rumora que el espíritu de Wilson aún ronda la alcoba, doblando la ropa de los huéspedes y empacando sus maletas. Sumando tantas teorías, obtenemos una embriagante mezcla.
Sí, hay una atmósfera extrañamente cargada en el Stanley. Sí, las habitaciones crujen y gimen como si estuvieran vivas; sí que la imaginación puede descontrolarse aquí. Por mi parte, dormí increíblemente bien —casi de forma sobrenatural— durante diez horas y me desperté sintiéndome más renovado de lo que me he sentido en muchas semanas.
Las suposiciones abundan, pero si hay algo que el Stanley hace bien, al igual que El resplandor, es trascender en el tiempo. Y mientras ese siga siendo el caso, los huéspedes —como las historias— seguirán viniendo.
Cuando hago el registro de salida, no hay ningún hombre con sombrero sosteniéndome la puerta. Pero veo a Sophie en la entrada dando la bienvenida a unos recién llegados. “¿Se van a quedar en la habitación 217? —pregunta, abriendo los ojos mientras los ayuda con el equipaje—. Debería darles las buenas noches, pero les desearé buena suerte…”.
Artículo publicado originalmente en la edición 53 de la revista Avianca