Vida Moderna
La increíble historia del caleño con parálisis cerebral que se convirtió en médico
Juan Manuel Collazos, que vive con parálisis cerebral desde niño, logró lo impensable: convertirse en médico y ayudar a pacientes con su misma condición de salud. Esta es su valiente historia.
Juan Manuel Collazos se ha pasado la vida aprendiendo a conjugar el verbo esperar. Vio pasar días enteros hasta que una universidad le abrió las puertas para estudiar Medicina. Un año para conseguir las prácticas, después de advertir cómo varias opciones se escapaban sin remedio, y diez más para graduarse por cuenta de las trabas con las que tropezó, porque la institución en la que estudiaba argumentaba no saber qué hacer con un alumno al que su falta de precisión en el agarre y sus dificultades de habla y de movilidad le impedían tratar pacientes de la manera en que todos conocemos.
Lo propio le sucedió cuando quiso abrir una cuenta de ahorros: en su caso, imprimir una huella en un lector digital o dibujar una firma es tan difícil como encender un carro sin gasolina.
La historia se repitió cuando buscó empleo. En cada entrevista tropezaba con el prejuicio de que una persona en situación de discapacidad, en este caso producto de una hipoxia perinatal (falta de oxígeno al nacer), no sería capaz de sanar enfermos.
Su vida personal también la ha escrito de forma parecida. Tuvo que esperar meses para casarse con Ángela Marcela Peláez, la fonoaudióloga que conquistó por Facebook, después de ‘saltar’ de notaría en notaría –cinco en total– hasta dar con un funcionario que entendiera que tener parálisis cerebral no era impedimento para formar un hogar.
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Convencidos de que no podían perder tiempo en lamentaciones, en 2016 crearon una fundación para tratar a personas con la misma condición de salud de Juan y ayudarles a encontrar un proyecto de vida.
Su historia la cuenta desde Cali, donde nació hace 33 años. Habla ayudado por un celular que comparte con su esposa porque ninguna compañía de telefonía confía en que Juan Manuel, que puede expresarse verbalmente, aunque con dificultad, tuviera las capacidades para registrar una línea propia.
En esas se la ha pasado siempre: demostrando que la discapacidad no impide cumplir metas. “Solo las demora un poco”, dice.
Lo aprendió de sus papás, Liliana y Manuel, que no se resignaron al futuro demoledor que los médicos pronosticaron para el mayor de sus hijos: el niño –sentenciaron– nunca podría valerse por sí mismo.
Ignorando esos malos presagios, lo criaron sin barreras. Si se caía, debía levantarse solo. Si no lo lograba, debía intentarlo cuantas veces fuera necesario. Lo respaldaron incluso en las empresas más impensadas, como cuando quiso ser voluntario en la Cruz Roja, donde cumplió su labor hasta 2014, ante el asombro de todos.
Lo propio hicieron cuando el muchacho, una vez graduado del colegio, se empeñó en hallar una universidad para estudiar Medicina. Tocó a las puertas de varias, pero le negaban el ingreso pese a tener un Icfes sobresaliente. Uno de esos intentos fue en la Santiago de Cali, donde la comunidad estudiantil terminó por acostumbrarse a verlo a bordo de una scooter adaptada especialmente, entre los salones, los laboratorios y el anfiteatro. Todos lo llamaban ‘Juancho’.
Es que Juan Manuel leyó los mismos libros que sus compañeros, aprendió las mismas teorías, presentó los mismos exámenes. Roberto Rodríguez, médico internista y uno de sus maestros, lo recuerda en una exposición sobre embarazos adolescentes. A Juan Manuel le tomó una hora y 40 minutos sustentar lo que a sus compañeros media hora. Pero el profe Rodríguez tuvo la paciencia de esperarlo, sorprendido ante la obstinación de un hombre que se ha pasado la vida buscando soluciones donde otros ven dificultades.
No ocurría lo mismo siempre. Otros profesores se exasperaban ante la realidad de que Juan no lograra hacer los ejercicios clínicos con las mismas destrezas que el resto de estudiantes. “Algunos profesores tienen mentalidad prehistórica. Quizá no se querían dar la oportunidad de probarse como educadores”, reflexiona el profe Rodríguez.
Un amor sin barreras
Marcela, cómplice amorosa de Juan Manuel, conoció su historia en un charla de motivación que dictó el futuro médico. Para entonces, ella trabajaba en un centro de rehabilitación para personas en situación de discapacidad y lo contactó, segura de que su caso inspiraría a muchos padres de familia cuyos hijos crecían en esas condiciones y se sentían desesperanzados.
Ella sabía bien los problemas que Juan atravesaba para graduarse, debido a que ninguna entidad lo apoyaba para hacer su año rural. Al cabo de un tiempo logró sus prácticas en varias instituciones, entre ellas la Clínica Imbanaco, una de las mejores de Colombia, apoyando procesos de investigación y analizando historias clínicas, una de sus grandes destrezas como médico.
Marcela sabía, además, que él y su familia recurrieron a una tutela para conseguir que Juan Manuel recibiera su título como médico, lo que logró finalmente en diciembre de 2015. Ese día, se convirtió en la tercera persona con parálisis cerebral en el mundo en hacerse médico. Se sabe de un caso en Argentina y de otro en España.
“Por eso, resulta increíble que la discriminación llegara de los propios médicos. Muchos le decían que no lo intentara más, que una persona como él jamás llegaría a convertirse en su colega”, asegura Marcela con tristeza, mientras cuida de Manuel, el hijo que la pareja tuvo hace seis años.
Es que Juan, dueño de una determinación insobornable, demostró que podía dar diagnósticos acertados y, sobre todo, desarrollar investigaciones valiosas, algunas de las cuales fueron recogidas por el Observatorio Nacional de Discapacidad y el Ministerio de Salud.
Gracias a ese trabajo, la Universidad Libre le abrió sus salones de clase para que realizara una maestría en Epidemiología, y la Universidad de Valencia, en España, para que estudiara Genética Médica.
Con esa misma determinación fue que se propuso conquistar a Marcela. Entre invitaciones a cine, chocolates y flores floreció el amor y un noviazgo que terminó en boda. La pareja escuchó una y otra vez que él debía ser interdicto (contar con la autorización de un tutor) para casarse, hasta que unieron sus vidas en 2018.
Lo que siguió después fueron escenas a las que se acostumbraron resignados: “Cuando nos veían en la calle, me preguntaban si era la mamá o la cuidadora. Yo les decía que la esposa y me miraban con lástima”, dice ella.
Hoy, Marcela es la mujer que le sirve de ‘traductora’ y el ángel tutelar de decenas de pacientes con discapacidad que han llegado hasta ellos –desde regiones apartadas del país e incluso desde Estados Unidos y Argentina– buscando torcer el destino.
“Es que se cree que estas personas –reflexiona ella– son asexuadas. Las infantilizan, las tratan como niños. Juan tiene problemas de habla, pero no deficiencia cognitiva. Pero cuando estamos juntos en una reunión, evitan mirarlo y se dirigen solo a mí, como si él no comprendiera lo que dicen”.
Quizás por eso, Juan Manuel fue el primero en celebrar la Ley 1996 de 2019, que busca garantizar la capacidad legal de las personas con discapacidad mayores de edad, y que replantea la figura de la interdicción, que los discriminaba e impedía ser tratados en igualdad de condiciones para, por ejemplo, realizar transacciones bancarias o elegir un tratamiento médico. Se sabe, por ejemplo, que más de 600 colombianos fueron esterilizados sin su consentimiento al estar con interdicción.
“Conozco a muchas personas con habilidades sorprendentes que les tocó declararse interdictas, una figura que desconoce la libertad que tenemos de tomar nuestras decisiones y participar en la creación de una sociedad más equitativa”, asegura Juan.
Libertad para asuntos tan cotidianos como viajar libremente. Hace unos años, el médico se vio en apuros para realizar los trámites de migración y salir del país con su esposa. Era la primera vez que viajaba sin sus padres, y como los funcionarios de la Cancillería no entendían sus explicaciones –producto de sus dificultades para hablar–, decían que no tenían cómo constatar que no se trataba de un caso de trata de personas o un secuestro.
“En Colombia falta que instituciones públicas y privadas creen accesos y rampas para las personas con movilidad reducida. El camino por la inclusión sigue siendo demasiado largo”, dice Marcela. Juan le da la razón, pero dice que la barrera más grande por superar es la “actitudinal”. “Reconozco que hay muchas cosas que no puedo hacer. Pero eso le sucede a cualquiera. ¿Acaso todos podemos correr una maratón?”, se pregunta el galeno.
Ni él mismo creía que la sociedad le iba a permitir convertirse en médico. Hoy no solo ejerce, gracias a la Red de Salud del Norte, de Cali, que le ofreció un empleo para atender a población con discapacidad y niños con enfermedades huérfanas. Juan Manuel, con su solo ejemplo, es sinónimo de esperanza para ellos. Ya lo había confesado: “La discapacidad no impide cumplir sueños, solo los demora un poco”.