Transformación social

La reinvención de la sororidad

Un análisis de la evolución de este concepto en Colombia, desde las primeras reivindicaciones públicas, a finales del siglo pasado, hasta la irrupción de las redes sociales y su impacto en las luchas feministas. La sororidad tiene el potencial de transformar la sociedad entera y estas diez mujeres lo han logrado con creces.

Diana Marcela Ortiz
3 de julio de 2025, 10:29 p. m.
Más que un sentimiento, la sororidad implica una postura ética y política, una alianza consciente que, en palabras de la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, permite “transformar la competencia impuesta entre mujeres en una complicidad para la libertad”.
De pie: Suany Orrego, Paula Amado Kattah, Ángela Garzón y María Paula Cárdenas. Sentadas: María Camila Sánchez, Carolina Benítez, Yazmín Lombana, Carolina Romero y Silvia Aristizábal. | Foto: SEMANA

La sororidad es un concepto que ha cobrado fuerza en los discursos feministas contemporáneos. Derivado del latín soror (hermana), se refiere a una solidaridad entre mujeres basada en el reconocimiento mutuo de experiencias compartidas, particularmente aquellas marcadas por el patriarcado, la exclusión y la violencia estructural. Más que un sentimiento, implica una postura ética y política, una alianza consciente que, en palabras de la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, permite “transformar la competencia impuesta entre mujeres en una complicidad para la libertad”.

En Colombia comenzó a ser reivindicada públicamente en la última década del siglo XX, por colectivos feministas urbanos, grupos de mujeres guerrilleras, organizaciones campesinas y redes académicas. A lo largo de los años 90 y 2000, tomó forma como una herramienta para fortalecer procesos de acompañamiento frente a violencias de género, pero también para cuestionar estructuras jerárquicas dentro del mismo movimiento de mujeres. La creación de plataformas como la Red Nacional de Mujeres o la Ruta Pacífica de las Mujeres, y la labor de líderes como Claudia Mejía Duque y María Emma Wills marcaron un hito en la consolidación de la sororidad como principio organizativo y político.

En este camino, Florence Thomas, fundadora del grupo de investigación Mujer y Sociedad, y una de las voces más reconocidas del feminismo colombiano, ha sido fundamental para introducir y legitimar el lenguaje de la sororidad en los ámbitos académico, mediático y social.

La expansión del concepto más allá del activismo político, incluido el mundo digital, ha permitido su apropiación por mujeres jóvenes, madres, docentes, influencers, periodistas y líderes comunitarias, cada una con lenguajes y expresiones propias, pero bajo el mismo horizonte: el cuidado mutuo como una vía de transformación social.

Hoy, la sororidad en Colombia es mucho más que solidaridad entre mujeres; es una práctica política, ética y afectiva que ha permeado calles, universidades, entornos virtuales, espacios de crianza y políticas públicas. Sin embargo, su evolución no ha sido lineal o sencilla, sino que ha transitado entre logros contundentes, resistencias silenciosas, tensiones internas y nuevos desafíos, que nos obligan a pensarla más allá del eslogan.

Su despliegue ha acompañado luchas por la garantía de los derechos de las mujeres, muchas de ellas impulsadas por hechos dolorosos que despertaron la conciencia colectiva. Desde escenarios judiciales y educativos hasta el ámbito de la salud reproductiva, la sororidad ha emergido no solo como un sentimiento, sino que ha permitido articular el dolor con la acción colectiva y ha hecho visible lo que por años fue silenciado.

En la era digital, la sororidad se reinventa. Las redes sociales han sido escenario de campañas virales como #NiUnaMenos y #HermanaYoSíTeCreo, en las que mujeres de distintas regiones y orígenes encuentran eco, apoyo y denuncia. Activistas de varios rincones del país han usado estos medios no solo para opinar, sino para abrir conversaciones profundas sobre feminismo, justicia de género y cuidado colectivo. Sin embargo, allí también se han generado señalamientos masivos al movimiento feminista y a las expresiones de una “sororidad selectiva”, limitada a ciertos cuerpos, clases o narrativas.

Desde mi experiencia como psicóloga, docente e investigadora en educación, inclusión y parentalidad, he observado cómo la sororidad tiene un lugar clave en la manera en que criamos, enseñamos y acompañamos a niñas, adolescentes y otras mujeres. No se trata solo de empoderarlas, sino de generar entornos seguros y cuidados que rompan con la normalización del maltrato, la desconfianza entre pares y el silenciamiento emocional.

No obstante, no podemos romantizarla. En Colombia persisten retos estructurales que debilitan su alcance: la violencia de género aumenta; las mujeres rurales, afrodescendientes e indígenas enfrentan barreras específicas, y la cooptación institucional del término amenaza con vaciarlo de sentido. Además, hay tensiones de género internas, que a veces excluyen a mujeres trans o migrantes, y que muestran que la sororidad sigue siendo una construcción en disputa.

También es importante reconocer que las propias mujeres pueden obstaculizarla. Las jerarquías que fracturan los vínculos entre nosotras se perpetúan cuando juzgamos con dureza a otras por sus decisiones, minimizamos sus trayectorias por ejercer una maternidad activa o desacreditamos a quienes eligen conformar una familia. Por eso, celebro a las instituciones y especialmente a las mujeres que abrazan con respeto y amabilidad las luchas de otras mujeres, impulsándolas a empoderarse, brillar y alcanzar sus sueños. Y agradezco y valoro a todos los hombres que han replanteado sus sistemas de creencias para empoderar, acompañar y dar alas a mujeres que hoy tienen una historia muy distinta a la de sus abuelas. La sororidad es una práctica que debe ir más allá del género.

La pregunta, entonces, no es si hace falta más sororidad, sino qué tipo de sororidad queremos construir. La que estimo necesaria es una que no se limite al gesto afectivo ni al activismo en redes, sino que sea una práctica diaria de cuidado, justicia y responsabilidad compartida. Que trascienda las diferencias sin negarlas, y que tenga una incidencia real en la forma en que nos organizamos, lideramos y coexistimos como mujeres diversas. Hoy más que nunca, frente al avance de discursos conservadores, la polarización en el debate público y la instrumentalización de las luchas de las mujeres, la sororidad debe ser una apuesta profundamente política. Una fuerza viva que, si bien nace entre mujeres, tiene el potencial de transformar la sociedad entera.

Diana Marcela Ortiz, Directora de la Especialización en Psicología Educativa y de la Maestría en Gestión de la Educación Virtual Universidad Ean