Hay una realidad que atraviesa silenciosamente la vida de miles de mujeres: hoy, maternar no siempre es una decisión libre. No porque falte deseo, amor o vocación de familia, sino porque el costo personal, profesional y económico que impone el entorno laboral resulta demasiado alto. Para muchas mujeres, la maternidad se ha convertido en una renuncia anticipada: al crecimiento, a la visibilidad y a la continuidad de una carrera construida durante años de esfuerzo.
Esto no ocurre porque la maternidad reste capacidades. Ocurre porque los sistemas —laborales, culturales y organizacionales— no están diseñados para integrar la gestación y el cuidado sin castigo. Aún hoy, el éxito profesional se mide en términos de presencia continua, disponibilidad total y trayectorias sin pausas. Bajo esas reglas, la maternidad aparece como una anomalía que el sistema todavía no sabe, o no quiere, procesar.
La paternidad, en contraste, no genera las mismas penalizaciones. Los hombres continúan avanzando, siendo promovidos y fortaleciendo su reputación profesional incluso después de convertirse en padres. El cuidado no interrumpe su trayectoria ni cuestiona su compromiso. Esa asimetría es la que convierte la maternidad, para muchas mujeres, en una decisión cargada de miedo y no en una etapa natural y voluntaria de la vida.
Así se construye una herencia invisible.
Lo más doloroso es que esta realidad no solo limita trayectorias profesionales; limita proyectos de vida. Cuando una mujer siente que debe elegir entre crecer o cuidar, entre liderar o maternar, no estamos ante una elección libre ni consciente. Estamos ante una decisión condicionada por un sistema que traslada a lo personal un costo que es, en esencia, laboral y social.
Las consecuencias no son menores. La maternidad se aplaza hasta que el reloj biológico ya no concede margen. Se reduce el número de hijos deseados o se renuncia por completo a formar una familia. No por falta de amor o convicción, sino por la necesidad de sobrevivir económicamente y no desaparecer del entorno profesional.
Por eso es indispensable poner el foco en las organizaciones que siguen premiando el presentismo y castigando la pausa; en los liderazgos que confunden compromiso con hiperdisponibilidad; en las culturas empresariales que hablan de inclusión, pero excluyen silenciosamente cuando el cuidado aparece. También en las juntas directivas que no se preguntan cuántas mujeres madres llegan a cargos de decisión y en las entidades que siguen tratando la maternidad como “un problema a resolver”.
El impacto de esta dinámica va mucho más allá del presente. Cuando una sociedad empuja sistemáticamente a sus mujeres a elegir entre crecer o cuidar, no solo limita trayectorias individuales: reduce el tamaño y la diversidad de las generaciones futuras, debilita el tejido social y compromete su sostenibilidad demográfica y económica. La caída sostenida en las tasas de fecundidad no puede entenderse al margen de esta realidad.
Corregir esta herencia exige algo más que normas. Exige liderazgo. Exige que las organizaciones —públicas y privadas— revisen cómo miden el desempeño, cómo gestionan las pausas y cómo acompañan los retornos. Exige comprender que sostener la maternidad no es un acto de benevolencia, sino una inversión en estabilidad, talento y continuidad social.
También demanda una corresponsabilidad real en el cuidado, que deje de recaer casi exclusivamente sobre las mujeres y se convierta en un compromiso compartido. Y, sobre todo, exige cambiar la narrativa: dejar de hablar de la maternidad como un obstáculo y empezar a reconocerla como una dimensión legítima de la vida adulta de las mujeres, que el trabajo debe aprender a integrar.
La pregunta, entonces, no es si las mujeres están dispuestas a maternar, sino si el sistema está dispuesto a dejar de penalizarlas por hacerlo. La paradoja es evidente. Mientras los discursos empresariales celebran la diversidad, la inclusión y la sostenibilidad, la maternidad continúa siendo tratada como un “riesgo”, una “carga” o una “pausa inconveniente”. No siempre se dice en voz alta, pero se ejecuta en decisiones de contratación, en evaluaciones de desempeño sesgadas y en la exclusión sutil de proyectos estratégicos.
Cambiar esta realidad también implica una transformación cultural profunda. La maternidad no resta valor profesional; lo redefine. Las habilidades que desarrolla una madre —gestión del tiempo, toma de decisiones bajo presión, resiliencia y empatía— son, precisamente, las que hoy exige el liderazgo contemporáneo. Seguir ignorándolo no solo es injusto: es estratégicamente miope.
Gabriela Patricia Lizarazo – gerente de Abastecimiento Estratégico en Positiva Compañía de Seguros S.A.









