Hay palabras que uno recibe sin resistencia: niña, adolescente, joven, adulta. Palabras que entran suavemente, que se acoplan al cuerpo sin molestias. Nadie se ofende cuando le dicen ‘niño’; nadie exige un eufemismo para ‘adolescente’, aunque sea una de las etapas más absurdas —perdón si piso sensibilidades, pero lo es— y peligrosas de la existencia,la; o ‘adulta’, que viene siendo una palabra logística más que emocional, una etiqueta útil para, sobre todo, pagar cuentas y tomar decisiones que uno no siempre, casi nunca, quiere tomar.
Pero un día, de pronto, se cruza una frontera invisible.
Lo recuerdo perfectamente. Estaba tranquila, sin expectativas lingüísticas, cuando un niño desconocido me llamó ‘señora’. Ni una ofensa, ni un elogio: una confirmación. Una de esas noticias que nadie da con solemnidad, pero que te reorganizan el mundo. La palabra cayó como una tarjeta de embarque: ‘Bienvenida al siguiente tramo de su vida. No olvide sus pertenencias emocionales. Las rutas de evacuación se encuentran temporalmente cerradas’.
Esa vez sonreí mientras entendía que las palabras que nombran la edad no siempre llegan sincronizadas con lo que sentimos. A veces van adelantadas, a veces atrasadas. A veces son una profecía y a veces son solo una etiqueta que nos mira más de cerca que nosotros mismos.
Ahora, años después, cuando me acostumbré a ser la ‘señora’ me he topado de frente con un añadido, la palabra ‘vieja’. Otra vez sin malicia, otra vez sin dramatismo. Solo un ¿me esperabas?, ¿espera, qué?, ¿y esto cuándo fue?; y se volvió a abrir la pregunta ¿qué hago con este nuevo traje?, ¿me lo pongo?, ¿me aprieta?, ¿lo reformo o lo dejo tal cual?
Entendiendo que las palabras también tienen sus ciclos, apareció ‘vieja’. Qué palabra tan sencilla y tan escandalosa. Qué carga tan innecesaria. Qué pánico tan ajeno.
Lo curioso es que lo que nos cuesta, particularmente, es la forma en la que la sociedad pronuncia la vejez. Viejo no es un problema biológico, es un problema semántico. Cuando alguien dice viejo, rara vez lo dice como quien pronuncia las palabras niño o joven, lo dice con pena, con diplomacia forzada, con un tono de pésame que nadie pidió, y claro, así nadie, n a d i e, quiere a la bendita palabra. A ver, seamos honestos, la vejez llega para todos y llega rápido. Uno pestañea a los 30 y abre los ojos a los 40 con nuevas prioridades. Pestañea, otra vez, y llega a los 50 con una lucidez que no tiene nada de dramática, pero sí de definitiva y dejo constancia de que la idea del parpadeo no es para intentar hacer poesía barata —tan de moda por estos días—, es una verdad técnica: el tiempo pasa rápido y, precisamente, es por eso que hay que entender, sin temblor, sin fobia, sin displicencia, que la vejez no es una excepción, sino el destino universal.
¿Por qué entonces la tratamos como un fracaso? Si es el triunfo de la vida sobre la vida, si es el resultado de haber atravesado todas las etapas previas con éxito, si es haber subido la montaña.
Nadie maquilla la palabra niño para que no suene fuerte.
Nadie usa eufemismos para proteger emocionalmente al adolescente. Nadie suaviza la denominación de adulto, aunque implique estrés, facturas, hipotecas, decisiones sociales y personales trascendentales y una sensación permanente de improvisación, de no conocer un manual que solo los viejos tienen y que no han hecho público, de un ¿para esto quería ser grande? Pero nadie, n a d i e, habla de ello. De viejo, sí. A esa palabra la llenaron de globos, brillantina y mucha compasión y se inventaron agridulces categorías, eufemismos, para que no duela: tercera edad, adulto mayor, senior, longevidad activa, y muy honestamente, todas suenan a incapacidad, plan de retiro, lápida y palmaditas en la espalda; todas diseñadas para evitar mirar a la vida de frente. Aparece entonces una nueva tarjeta de embarque: ‘Bienvenida, sí, de nuevo, al siguiente tramo de su vida. ¡Desbloqueando niveles! No olvide sus pertenencias emocionales. Le recordamos que acabamos de abrir las rutas de evacuación y que para este momento ya no contamos con chalecos salvavidas’.
Yo quiero exactamente lo contrario y es saberme vieja sin ninguna vergüenza. Me sorprende, inmensamente que la vejez, que en esencia debería ser una etapa tan neutra como cualquier otra, fue convertida por la cultura en un territorio minado. La asociamos solo con deterioro, dolor, pérdida, decadencia. ¿Quién decidió eso?, ¿quién firmó ese contrato metafórico sin consultarnos?, ¿quándo dejamos de ser el referente de la tribu? Me lo pregunto porque en la edad en la que estoy veo hacia adelante, recalculo mis definiciones y entiendo, pero sobre todo decido para mí que viejo no significa descompuesto, viejo significa vivido. La piel cambia, sí.
Las hormonas se bajan, sí. El metabolismo renegocia sus términos de servicio, sí. Pero ese es el precio más razonable del mundo por la experiencia, la calma, el criterio, la claridad interna, la libertad genuina; el precio por el viaje.
Cuando me miro hoy, no veo tragedia. Veo un cuerpo que ha transitado. Una mente que ya no negocia tonterías. Un deseo que no se apaga, sino que se vuelve más selectivo. Una pasión por vivir que no conoce a la menopausia como límite.
Pero el mundo sigue tratando la vejez como si fuera un spoiler de la muerte, cuando en realidad es un triunfo rotundo de la vida.
La ironía es perfecta: todos quieren vivir muchos años, pero nadie quiere ser llamado por el nombre real con el que se acordó definir esos años. Es como querer ganar sin aceptar el reto, sin disciplina, sin esfuerzo, sin vocación por la vida, sin pagar el precio.
Lo viejo tiene buena reputación en todos lados menos en las personas. El vino viejo es madurado y es exquisito.
El libro viejo es una antigüedad y es valioso. La guitarra vieja, como parte de la memoria musical, es patrimonio. El objeto viejo es una pieza de museo valiosísima y es vintage. La mujer vieja es una tragedia. El hombre viejo es un chiste.
Envejecen bien los muebles, los discos, las ruinas, los textos, los sabores. Envejecen mal, nos han hecho creer, las personas.
Yo he visto personas viejas que brillan más que todo lo nuevo junto: un rostro que sabe de pérdidas, unas manos que saben hacer, unos ojos que han visto sin anestesia, una mente que ha sobrevivido a sí misma, un corazón que aprendió sin quedarse vacío.
La juventud es preciosa, sí, pero está aún sin revelar. La edad es otra cosa, es fotografía revelada en un cuarto oscuro. Es una verdad sin excusas, y que quede claro, esta columna no es una defensa ni otro eufemismo. No me interesa convencer a nadie de que envejecer es bonito. No quiero propaganda emocional. No quiero retórica rosa. Lo que quiero es habitar la palabra ‘vieja’ desde adentro, sin miedo, sin pena, sin el temblor cultural que nos enseñaron a tenerle. Quiero hacer con la palabra lo mismo que hago con mis años: apropiármela.
Quiero que ‘vieja’ sea un nombre limpio, como lo fue ‘niña’ alguna vez, como lo fue ‘joven’ cuando parecía una forma de respirar, como lo fue ‘adulta’ cuando entendí que no había vuelta atrás.
Quiero que ‘vieja’ no sea un diagnóstico ni una sentencia, sino una descripción, así de simple, así de neutral y natural. Gracias, muy queridos, pero no me den diminutivos emocionales. ‘Vieja’, o ‘viejo’, debe ser una categoría legítima del vivir y estoy convencida de que cuando se pronuncia desde la experiencia, la plenitud y la propiedad, la palabra, como ninguna otra, cambia de forma, se hace más grande, se hace más digna, se transforma en libertad.
Vieja a secas, sin maquillaje y qué maravilla serlo.
Pdta: mi edad musical según Spotify es de 77 años, soy una vieja feliz.






