
Opinión
Joputez
Ha llegado el momento de decir ‘basta’ y de convertir la rabia en acción ciudadana, para así recobrar la dignidad y el futuro que nos han querido arrebatar.
Lo que debía ser un gobierno se ha revelado como una calamitosa puesta en escena; lo que se anunció como una era de transformación social no ha sido más que la estela vacía de un mandato atrapado en la mediocridad, la pulsión errática y la grandilocuencia hueca. Desde su irrupción, esta administración se ha erigido en la encarnación misma del desastre, una coreografía ininterrumpida de torpezas y omisiones que ha pulverizado el anhelo ciudadano. De la pirotecnia verbal que prometía un “tren volador” entre Barranquilla y Buenaventura, a la fantasía de un tren interoceánico que conectaría a Latinoamérica con China, este gobierno no cesa en su penoso espectáculo: una exhibición de insensatez, delirio e inoperancia que es la antítesis exacta del cambio prometido.
Fue este el gobierno que creó un Ministerio de la Igualdad, no para articular cambios palpables, sino para regodearse en un simbolismo fatuo que solo sirve para confirmar que inflar la burocracia jamás se va a traducir en bienestar social. Es este el gobierno que atiende las tragedias humanitarias de La Guajira y el Catatumbo con decretos calcinados por la prisa, improvisados y despojados de todo rigor técnico. Es el que acumula escándalos por su nauseabunda gestión del erario, por la compra descarada de conciencias en el Congreso para impulsar sus caprichos legislativos, y por un desprecio visceral hacia la crítica, al punto de envilecer el debate público tildando de “nazis” o “fachos” a sus detractores y degradando a periodistas con epítetos como “muñecas de la mafia”.
Este es el gobierno de la retórica del disparate, capaz de proponer, con una desvergüenza pasmosa, la despenalización de conductas delictivas como fórmula mágica para reducir las estadísticas criminales, convirtiéndonos así en el hazmerreír de un mundo que nos observa con una mezcla de perplejidad y lástima, acaso creyendo que aquí la insensatez del presidente es un rasgo nacional. Es también el gobierno del sórdido “chu chu chu”, esa onomatopeya burlona y siniestra que pretende justificar el colapso de un sistema de salud que, a fuerza de negligencia, demagogia y brutalidad conceptual, cosecha muertes. El gobierno cuya estupidez también se plasma en ‘superideas’ tan peregrinas como alterar el escudo nacional o rendirle culto a un sombrero que, lejos de unificar nuestra identidad, evoca el dolor de las víctimas; todo en una patética tentativa de sobrecargar de símbolos un régimen que en lugar de resolver problemas es experto en fabricarlos.
Esta es la administración que, salida de la nada, nos arroja el cuento del “poder constituyente” como conejo sacado de sombrero, pretendiendo que sea la herramienta para lograr los cambios que su propia ineptitud ha sido incapaz de concretar. Esta es la administración que nombra a criminales como gestores de paz, mientras condena a las víctimas a la más absoluta irrelevancia. Este es el gobierno que transitó de programas como “Mi casa ya” a realidades como “Mi casa ya no”, desmantelando acciones funcionales para reemplazarlas con el vacío. El gobierno que ha batido récords históricos de incompetencia en materia de recaudos. El que está dirigido por personajes capaces de pisotear la dignidad familiar, negando a quien haga falta negar, humillando a quien se tenga que humillar, e incluso criminalizando a niñeras confinadas en sótanos, sometidas a torturas psicológicas en contextos que podrían desembocar en extrañas muertes con apariencia de suicidio.
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Este es el gobierno cuyos conflictos intestinos exponen las más retorcidas ambiciones y las más descarnadas luchas de poder, corroyendo la institucionalidad desde sus entrañas. Un gobierno capaz de detonar crisis diplomáticas internacionales a golpe de ocurrencias soberbias e irreflexivas, publicadas en redes sociales. Uno que, tras aceptar dinero de campaña de personajes como alias ‘Papá Pitufo’, pretende insultar nuestra inteligencia con el relato inverosímil de su devolución, sustentado en un fantasmagórico video que nadie ha visto jamás.
Es, por si fuera poco, el gobierno de la “paz total” que ha sembrado de todo, menos paz. El que convirtió la inseguridad en el pan de cada día, en su notorio afán por privilegiar al delincuente sobre el ciudadano. El que ejecuta movidas raras en los esquemas de protección, cuya consecuencia directa puede terminar facilitando atentados como el que hoy tiene al senador Miguel Uribe Turbay luchando por su vida, revelándose así la catadura de un régimen que, obnubilado por su odio a la oposición, es capaz de descuidar la seguridad de sus líderes.
Y como si el inventario del fracaso no fuera suficiente, emergen personajes cuya única función parece ser la de legitimar estas narrativas de victimismo impostado y buena gestión inexistente. Figuras como Montealegre; sí, el “académico” que no es académico, la “víctima” que no es víctima. Un personaje siniestro que se ofrece como paladín de un sofisma jurídico que no es más que una chapuza intelectual con la que se pretende justificar un decreto que ningún abogado con un mínimo de lucidez podría defender. Una muestra más de la deficiencia endémica a la que nos tienen sometidos. El decreto de la consulta popular, además de ser claramente inconstitucional, es uno más de la lista de leñazos que el gobierno ha venido propinándole a Colombia. Otro fiasco que se integra en una cacofonía de desatinos que confirma la persistencia de un modelo caótico, regido por la megalomanía, la impulsividad y una resaca permanente de brutalidad en la toma de decisiones.
Quienes aún no lo han hecho, sean de izquierda, centro o derecha, deben despertar. Es imperativo reconocer que lo ofrecido por el petrismo no es ‘cambio’, sino joputez. Ha llegado el momento de decir ‘basta’ y de convertir la rabia en acción ciudadana, para así recobrar la dignidad y el futuro que nos han querido arrebatar.