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OPINIÓN

David Ghitis

Petro: de Allende a Pinochet

La victoria de José Antonio Kast en Chile, con un contundente 58 % de los votos, realmente sacudió el panorama político en Latinoamérica.
22 de diciembre de 2025, 4:56 p. m.

Después de anunciada la victoria de José Antonio Kast, la mayoría de los mandatarios y líderes de la región reaccionaron con un tono diplomático; Gustavo Petro, en cambio, fue directo a la confrontación. No actuó como un jefe de Estado calmado, sino como un militante visceral que transforma todo en una épica de resistencia. El lector puede ver claramente el contraste: Gabriel Boric, presidente chileno saliente, fue mesurado al felicitar a Kast; Petro, por el contrario, explotó con una verborrea ideológica. Mientras Boric tendía puentes, el autoproclamado protector del universo parecía quemarlos sin pensarlo dos veces.

Y ese detalle no es menor. Boric se apegó al protocolo democrático al reconocer la victoria de un opositor ideológico; Petro —totalmente descompuesto— eligió la trinchera simbólica, con denuncias incendiarias y evocaciones al pasado. Reaccionó a la victoria de Kast con palabras que rebasaron cualquier diplomacia: “Jamás le daré la mano a un nazi”. Nada de felicitaciones formales; en cambio, advirtió sobre “vientos de la muerte” soplando desde el sur y el norte. Convirtió las elecciones chilenas en una alerta regional y, como siempre cuando algo no le cuadra, invocó a Allende, Neruda y la resistencia indígena. Fiel a su estilo, se ancló en la historia para justificar su ira, casi como si la derrota de la izquierda en Chile fuera algo personal.

Mientras Petro desempolvaba esa memoria histórica, otros líderes optaron por la diplomacia institucional de toda la vida. Boric, por empezar con el más cercano, felicitó a Kast y resaltó la continuidad democrática; Lula reconoció el proceso electoral y tendió la mano para cooperar; Sheinbaum saludó al pueblo chileno con esa formalidad típica; Pedro Sánchez reafirmó los lazos estratégicos con Chile. Y ni hablar de Milei, que lo celebró efusivamente como un gran avance de la libertad.

La diferencia es evidente: Petro rompió el protocolo; los demás lo siguieron al pie de la letra. Él, como un agitador sin reparos en romper relaciones, y los otros como pragmáticos que priorizan la estabilidad y la cooperación.

La pregunta que me ronda: ¿sirve más esta retórica gastada para desahogarse o la diplomacia que realmente construye algo?

Ahora, sobre la CELAC, foro de consensos que Petro preside pro tempore, nunca ha sacado comunicados sobre elecciones internas de sus miembros. Su esencia es la neutralidad, la integración y el respeto a la soberanía. Pero Petro, al hablar como presidente de Colombia y a la vez como vocero de la CELAC, borró las líneas entre lo personal y lo institucional. Parece una apropiación personalista que debilita la credibilidad del grupo como espacio de unidad. Casi como un Luis XIV moderno, estuvo a punto de decir “La CELAC soy yo”. Desde esa presidencia temporal, transformó la silla en una tribuna personal, llamando a Kast ‘fascista’ y ‘nazi’, y confundiendo la voz de Colombia con la de todo el organismo, tensionando peligrosamente su equilibrio.

Ni siquiera Uribe, con todos sus roces contra gobiernos de izquierda, rompió el protocolo de felicitación. La diplomacia colombiana, desde López Michelsen hasta Santos, siempre ha separado la ideología de la institucionalidad. Petro rompe con eso y mete a Colombia en un terreno nuevo: la confrontación simbólica como política exterior.

En estos tiempos, con crisis migratorias, desafíos energéticos y tensiones comerciales por todos lados, la teatralidad estridente y ridícula de Petro erosiona las posibilidades de armar consensos prácticos. Su voz suena más a advertencia apocalíptica que a propuestas de cooperación. Lo que me llama la atención es que, mientras otros buscan pragmatismo, él insiste en revivir batallas simbólicas —válidas en su memoria, claro—, pero que terminan siendo un estorbo para el presente.

El desenlace es paradójico: quien se autoproclama guardián de la democracia termina socavando los espacios multilaterales que la mantienen en pie. Petro aspiraba a ser Bolívar en la tribuna, pero acabó como un Pinochet: un tirano antidemocrático que prioriza su ego sobre la unidad real. La espada de Bolívar, convertida en mero megáfono, resume el afán de relevancia de un presidente que grita más desde la barricada que dialoga desde la mesa diplomática.

Nota final: no olvidemos que el uso recurrente de la espada de Bolívar como amenaza simbólica ha sido interpretado por muchos como un incentivo para la violencia política. En ese marco, se recuerda que el congresista Miguel Uribe Turbay fue asesinado bajo un clima donde esas evocaciones épicas se confunden con incitaciones reales. La frontera entre símbolo y acción nunca es inofensiva. La historia nos recuerda, una y otra vez, que las metáforas también matan.